Entonces apareció una belleza en la Corte que atrajo las miradas de todo el mundo, y hay que suponer que sería una belleza perfecta, puesto que causó admiración en un sitio en que se estaba muy acostumbrado a ver hermosas mujeres. Era de la misma casa que el «vidame» de Chartres, y una de las más grandes herederas de Francia. Su padre había muerto joven y la había dejado bajo la guarda de la señora condesa de Chartres, su mujer, cuya fortuna, virtud y mérito eran extraordinarios. Después de haber perdido a su marido había pasado varios años sin ir a la Corte. Durante su ausencia se había dedicado a la educación de su hija; pero no se ocupó sólo en cultivar su espíritu y su belleza, sino que también se preocupó de inculcarle el amor a la virtud. La mayor parte de las madres se imaginan que basta no hablar jamás de amores delante de las jóvenes para apartarlas de ellos; la señora de Chartres tenía una opinión opuesta: le hacía a menudo a su hija pinturas del amor, le mostraba lo que tiene de agradable, para persuadirla más fácilmente sobre lo que le enseñaba que encierra de peligroso; le decía la poca sinceridad de los hombres, sus engaños y su infidelidad, las desgracias domésticas a que conducen los enredos, y le hacía ver, por otra parte, qué felicidad acompaña la vida de una mujer honesta, y cuánto brillo y elevación da la virtud a una persona hermosa y bien nacida; pero también le hacía ver cuán difícil es conservar esta virtud mediante una extrema desconfianza de sí misma y gracias al empeño de no desprenderse de lo único que puede hacer la felicidad de una mujer, que es amar a su marido y ser amada por él.
Aquella heredera era entonces uno de los grandes partidos que había en Francia, y aunque fuese muy joven ya se le habían propuesto varios casamientos. La señora de Chartres, que estaba muy orgullosa de ella, no encontraba nada digno de su hija. Al verla cumplir los dieciseis años quiso llevarla a la Corte. Cuando llegó, el «vidame» salió a recibirla; quedó sorprendido, y con razón, de la gran belleza de la señorita de Chartres: la blancura de su tez y sus cabellos rubios le daban un esplendor que nunca se había visto en otra; todas sus facciones eran regulares, y su rostro y su persona estaban llenos de gracia y encanto.
Al día siguiente de su llegada fue a escoger unas piedras finas a casa de un italiano que traficaba en ellas por todo el mundo. Aquel hombre había venido de Florencia con la reina, y se había enriquecido tanto, con su tráfico, que su casa antes parecía la de un gran señor que la de un mercader. Mientras estaba en ella, llegó el príncipe de Cleves y causóle tal sorpresa su belleza, que no le fue posible el disimulo; y la señorita de Chartres no pudo dejar de sonrojarse al ver la impresión que le había causado; se rehizo, sin embargo, y no puso más atención en los actos de aquel príncipe que aquélla que la urbanidad imponía para con un hombre tal como el que aparentaba ser. El señor de Cleves la miraba con admiración, y no podía comprender quién era aquella hermosa joven a quien no conocía. Veía sí, por su aire y por todo lo que la rodeaba, que debía ser de gran calidad. Su juventud le decía que era soltera; pero, como no la acompañara la madre y el italiano la llamase señora, porque no la conocía, no sabía qué pensar, y la miraba fijamente con sorpresa. Advirtió que sus miradas la molestaban, cosa contraria a lo que ocurre generalmente con las jóvenes, quienes se complacen siempre en el efecto que hace su belleza, y hasta le pareció que, a causa de su presencia, tenía prisa en marcharse, y, en efecto, se retiró con bastante prontitud. El señor de Cleves se consoló con no perderla de vista, esperando que sabría quién era; pero quedó muy sorprendido al decírsele que no la conocían. Prendóse tanto de su belleza y del aire modesto que había notado en sus maneras que, desde aquel momento, concibió por ella una pasión y una estima extraordinarias. A la noche fue a casa de la hermana del rey.
Esta princesa gozaba de gran consideración, a causa del ascendiente que ejercía sobre el rey su hermano; y este ascendiente era tan grande que el rey, al hacer la paz, consentía en devolver el Piamonte para que casara con el duque de Saboya. Aunque hubiera deseado toda su vida casarse, nunca habría querido hacerlo sino con un soberano, y no había aceptado por esa razón al rey de Navarra, cuando era duque de Vendôme, y siempre había deseado al señor de Saboya; tenía inclinación por él desde que lo viera en Niza en la entrevista con rey Francisco I y del papa Pablo III. Como tenía mucho ingenio y gran discernimiento para las cosas bellas, atraía a todas las personas honestas y había momentos en que toda la Corte estaba en su casa.
El señor de Cleves fue a ella como de costumbre. Estaba tan preocupado con la gracia y la belleza de la señorita de Chartres, que no podía hablar de otra cosa. Contó en alta voz su aventura y no se cansaba de colmar de elogios a la joven desconocida que había visto. La princesa le dijo que no había ninguna persona como la que él describía y que, si hubiese alguna, sería conocida por todo el mundo. La señora de Dampierre, que era su dama de honor y amiga de la señora de Chartres, al oír aquella conversación se aproximó a la princesa y le dijo en voz baja que era sin duda a la señorita de Chartres a quien se refería el señor de Cleves. La princesa se volvió hacia él y le dijo que, si quería volver a su casa al día siguiente, le haría ver a la belleza de que estaba tan prendado. La señorita de Chartres apareció, en efecto, al día siguiente y fue recibida por las reinas con todos los agasajos que se puede imaginar, causando tal admiración en todos, que no oía a su alrededor más que elogios. Los recibía con una modestia tan noble que parecía que no los oyera o que al menos no la halagaran. En seguida pasó a casa de la hermana del rey. Esta princesa, después de ponderar su belleza, le contó la sorpresa que le había causado al señor de Cleves. Este príncipe entró un momento después: «Venid -le dijo. -Venid; si no os cumplo mi palabra, y si al mostraros a la señorita de Chartres, no os hago ver a la belleza que buscabais, agradecedme al menos que le haya hecho saber la admiración que ya sentíais por ella.»
El señor de Cleves se alegró al saber que aquella joven que había encontrado atrayente era de calidad proporcionada a su belleza; se aproximó a ella y le suplicó recordara que había sido el primero en admirarla y que, sin conocerla, había sentido por ella toda la estimación y el respeto que le eran debidos.