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El rey había querido siempre al condestable, y así que comenzó a reinar lo hizo volver del destierro a que el rey Francisco I lo había enviado. La Corte estaba dividida entro los señores de Guisa y el condestable, que era sostenido por los príncipes reales. Uno y otro partido habían aspirado siempre a conquistar a la duquesa de Valentinois. El duque de Aumale, hermano del duque de Guisa, se había casado con una de sus hijas. El condestable aspiraba a la misma alianza; no se contentaba con haber casado a su hijo mayor con Diana, hija del rey y de una dama del Piamonte, que se hizo religiosa cuando hubo dado a luz. Este casamiento luchó con muchos obstáculos a causa de las promesas que el señor de Montmorency le había hecho a la señorita de Piennes, una de las doncellas de honor de la reina y bien que el rey los hubiera vencido con una paciencia y una bondad extremas, el condestable no se creía bastante apoyado si no ponía de su lado a la duquesa de Valentinois y si no la separaba de los Guisas, cuya grandeza comenzaba a inquietar a la duquesa. Había retardado cuanto pudo el casamiento del Delfin con la reina de Escocia. La belleza y el espíritu sagaz y avanzado de esta joven reina, y la elevación que este casamiento daba a los señores de Guisa, le eran insoportables. Odiaba particularmente al cardenal de Lorena; éste le había hablado con acritud y hasta con desprecio; y ella veía que se estaba vinculando con la reina, de modo que el condestable la encontró dispuesta a unirse con él, y a entrar en su alianza por medio del casamiento de la señorita de la Marck, su nieta, con el señor de Anville, su segundo hijo, que le sucedió después en su puesto, bajo el reinado de Carlos IX. El condestable no creyó encontrar obstáculos en el espíritu del señor de Anville para el casamiento, corno los había encontrado en el espíritu del señor de Montmorency; pero, aunque las razones le permanecieran ocultas, las dificultades no fueron menores. El señor de Anville estaba perdidamente enamorado de la Reina Delfina, y, por poca esperanza que tuviera en esa pasión, no se resolvía a contraer un compromiso que dividiría sus atenciones. El mariscal de SaintAndré era la única persona en la Corte que no se hubiera afiliado a su partido; era uno de los favoritos, y su favor no dependía más que de su persona: el rey lo quería desde la época en que era Delfín, y después lo había hecho mariscal de Francia a una edad en que no se acostumbra pretender las menores dignidades. Su favor le daba un rango que sostenía con su mérito y con lo agradable, de su persona, con una gran delicadeza en su mesa y en sus muebles, y con la más grande magnificencia que se hubiera visto nunca en un particular. La liberalidad del rey contribuía a esos gastos. Este príncipe llegaba hasta la prodigalidad para con los que quería. No tenía todas las grandes cualidades, pero tenía varias, y sobre todo la de amar la guerra y ser entendido en ella: así es que había conseguido felices éxitos, y, si se exceptuaba la batalla de San Quintín, su reinado no había sido más que una serie de victorias: había ganado en persona la batalla de Renty; el Piamonte había sido conquistado, los ingleses habían sido expulsados de Francia y el emperador Carlos V había visto terminar su buena suerte ante la ciudad de Metz, que había sitiado inútilmente con todas las fuerzas del Imperio de España. Sin embargo, como la desgracia de San Quintín había disminuído la esperanza de nuestras conquistas, y después la fortuna parecía haberse dividido entre los dos reyes, se encontraron insensiblemente dispuestos a la paz.

La duquesa madre de Lorena había comenzado a hacer proposiciones en la época del casamiento del Delfín; después siempre había habido alguna negociación secreta. Por último se eligió a Cercamp, en el país de Artois, como lugar en que debía celebrarse la reunión. El cardenal de Lorena, el condestable de Montmorency y el mariscal de Saint-André fueron en representación del rey; el duque de Alba y el príncipe de Orange, por Felipe II, y el duque y la duquesa de Lorena, fueron los mediadores. Los principales artículos eran el casamiento de Isabel de Francia con don Carlos, infante de España, y de la hermana del rey, con el señor de Saboya.

El rey permaneció entretanto en la frontera y allí recibió la noticia de la muerte de María, reina de Inglaterra. Se envió al conde de Randán a Isabel, para cumplimentarla por su advenimiento al trono. Esta lo recibió con alegría: sus derechos a la corona estaban tan mal establecidos, que le era ventajoso verse reconocida por el rey. El conde la encontró instruída de los intereses de la corte de Francia y del mérito de los que la componían; pero sobre todo la encontró tan llena de la reputación del duque de Nemours, le habló tantas veces de este príncipe y con tanto interés que, cuando el señor de Randán volvió y dio cuenta al rey de su viaje, le dijo que no había nada que el señor de Nemours no pudiera pretender de aquella princesa, y que no dudaba que fuera capaz de casarse con él. El rey le habló al príncipe aquella misma noche; le hizo contar por el señor de Randán todas sus conversaciones con Isabel, y le aconsejó que intentara aquel golpe de fortuna. El señor de Nemours creyó en un principio que el rey no le hablaba en serio; pero al ver lo contrario le dijo: «Por lo menos, Sire, si me embarco en una empresa quimérica, por consejo y para el servicio de Vuestra Majestad, os suplico me guardéis el secreto hasta que el éxito me justifique ante el público, y que os dignéis no hacerme aparecer lleno de tan gran vanidad para pretender que una reina que no me ha visto nunca quiera casarse conmigo por amor.» El rey le prometió que sólo hablaría de aquel asunto con el condestable, y juzgó además que el secreto era necesario para tener buen éxito. El señor de Randán le aconsejaba al señor de Nemours que fuera a Inglaterra con el simple pretexto de viajar; pero el príncipe no se resolvió a hacer esto. Mandó a Lignerolles, su favorito, que era un mozo de ingenio, para explorar los sentimientos de la reina y tratar de establecer alguna relación. Esperando que llegara la hora de emprender ese viaje, fue a ver al duque de Saboya, que estaba entonces en Bruselas con el rey de España. La muerte de María de Inglaterra opuso grandes obstáculos a la paz. La asamblea se deshizo a fines de noviembre y el rey volvió a París.

 
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