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La señora de Chartres comprendió en aquel momento por qué su hija no había querido ir al baile, y para impedir que el señor de Nemours también lo descubriera, tomó la palabra con un aire que parecía apoyarse en la verdad. «Os aseguro, señora -le dijo a la Delfina, que Vuestra Majestad le hace más honor a mi hija del que merece. Estaba realmente enferma, y creo que, si yo no se lo hubiera impedido, no hubiera dejado de acompañaros y de mostrarse tan descompuesta como estaba, para tener el gusto de ver todo lo que hubo de extraordinario en la fiesta de anoche.» La Delfina creyó lo que decía la señora de Chartres; el señor de Nemours sintió mucho que aquello pareciera cierto; sin embargo, el sonrojo de la señora de Cleves le hizo sospechar que lo que la Delfina había dicho no estaba muy lejos de la verdad. La señora de Cleves se molestó al pensar, en el primer momento, que el señor de Nemours pudiese creer que era él quien le había impedido ir a casa del mariscal de Saint-André; pero después sintió cierto pesar de que su madre le hubiese quitado por completo esa opinión.

Aunque la asamblea de Cercamp hubiese sido disuelta, las negociaciones de paz habían continuado sin interrupción, y las cosas se dispusieron de tal modo que, al fin de febrero, aquélla se reunió de nuevo en Cateau-Cambrésis. Los mismos diputados se congregaron allí, y la ausencia del mariscal de Saint-André libró al señor de Nemours de un gran peso, pues le temía más por el cuidado que ponía en observar a todos los que se acercaban a la señora de Cleves, que por los progresos que pudiese hacer junto a ella.

La señora de Chartres no le había querido dejar ver a su hija que conocía sus sentimientos por aquel príncipe, por temor de volverse sospechosa respecto de las cosas que deseaba decirle. Un día se puso a hablar de él; le ponderó, y mezcló muchos elogios envenenados sobre su cordura al no enamorarse y al hacer una distracción y no un afecto serio de la relación con las mujeres. «No es -agregó -que no se lo haya sospechado de tener una gran pasión por la Reina Delfina; noto que va a verla muy a menudo, y os aconsejo que evitéis hablarle cuanto os sea posible, sobre todo en particular, porque tratándoos la Delfina como lo hace, pronto dirían que sois su confidente, y ya sabéis cuán desagradable es esa reputación. Soy de opinión que, si ese rumor continúa, que vayáis algo menos a casa de la Delfina, a fin de no veros mezclada en aventuras galantes.»

La señora de Cleves no habla oído nunca hablar del señor de Nemours y de la Delfina; quedó muy sorprendida de lo que le dijo su madre, y de tal manera creyó que estaba enterada de lo que había pensado sobre los sentimientos de aquel príncipe, que cambió de expresión. La señora de Chartres lo notó; en ese momento llegó gente; la señora de Cleves se dirigió a sus habitaciones y se encerró en su alcoba.

No se puede expresar el dolor que sintió al saber, por lo que le acababa de decir su madre, el interés que le inspiraba el duque de Nemours; no se había atrevido a confesárselo a sí misma. Vio entonces que los sentimientos que tenía por él eran los que el señor de Cleves le había pedido tanto; y vio cuán vergonzoso era sentirlos por otro que por un marido que los merecía. Se sintió ofendida y la cohibió el temor de que el señor de Nemours no la quisiera hacer servir de pretexto a la Delfina, y este pensamiento la determinó a contarle a la señora de Chartres lo que no le había dicho todavía.

Al día siguiente, de mañana, fue a su cuarto para ejecutar lo que había resuelto; pero se encontró con que la señora de Chartres tenía un poco de fiebre, de manera que no le quiso hablar. Aquel malestar parecía, sin embargo, tan leve que la señora de Cleves no dejó de ir por la tarde a ver a la Delfina, que estaba en su gabinete con dos o tres damas que tenían mucha privanza. «Estábamos hablando del señor de Nemours -le dijo la reina al verla, -Y nos admirábamos de cuánto ha cambiado desde su regreso de Bruselas. Antes de ir allá tenía un número infinito de queridas, y hasta era un defecto en él, pues lo mismo atendía a las que tenían mérito como a las que no lo tenían; desde su regreso no conoce a unas ni a otras; jamás se ha visto transformación igual; hasta me parece que ha cambiado de humor y que está menos alegre que de costumbre.»

La señora de Cleves no respondió nada, y pensaba con vergüenza que hubiera tomado todo lo que se decía del cambio del príncipe por muestras de su pasión si no hubiese sido desengañada. Sentía alguna acritud contra la Delfina, al verla buscar razones y sorprenderse de una cosa que, sin duda, sabía mejor que nadie. No pudo dejar de hacerle sentir algo de esto, y cuando las otras señoras se alejaron se acercó a ella y le dijo con voz muy baja: «¿Lo decíais también por mí, señora, cuando hablabais hace un instante y queríais ocultarme que sois vos quien ha hecho cambiar la conducta del señor de Nemours? -Sois injusta -le dijo la Delfina; -bien sabéis que no tengo secretos para con vos. Es cierto que antes de ir a Bruselas el señor de Nemours tuvo, según creo, la intención de hacerme comprender que no me odiaba; pero desde que ha regresado diríase que no se acuerda siquiera de las cosas que hizo, y confieso que tengo curiosidad de saber qué es lo que lo ha hecho cambiar. Será muy difícil que no lo descubra -agregó: -el «vidame» de Chartres, que es su íntimo amigo, está enamorado de una persona sobre la que tengo cierto poder, y sabré por ese medio qué es lo que ha determinado este cambio.» La Delfina habló con un acento que persuadió a la señora de Cleves, y a pesar suyo se encontró en un estado más tranquilo y grato que aquel en que se encontraba antes.

Cuando volvió a ver a su madre supo que ésta estaba mucho peor que como la había dejado. La fiebre era más alta, y los días siguientes aumentó de tal modo, que parecía que se trataba de una enfermedad grave. La señora de Cleves estaba profundamente afligida; no salía de la alcoba de su madre; el señor de Cleves pasaba allí también todos los días, por el interés que le inspiraba la señora de Chartres, y por impedir que su mujer se entregara a la tristeza, y además para tener el gusto de verla: su pasión no había disminuido.

El señor de Nemours, que siempre había sido muy amigo suyo, no había cesado de demostrárselo desde su regreso de Bruselas. Durante la enfermedad de la señora de Chartres, aquel príncipe encontró el medio de ver varias veces a la señora de Cleves, simulando visitas a su marido, o de ir a buscarle para salir de paseo. A veces se presentaba cuando estaba seguro de no encontrarle; y, con el pretexto de esperarle, permanecía en la antecámara de la señora de Chartres, en la que había siempre algunas personas de calidad. La señora de Cleves iba allí con frecuencia, y, aunque estuviese afligida, no le parecía por esto menos bella al señor de Nemours. Le hacía ver cuánto interés se tomaba por su aflicción, y le hablaba con un aire tan dulce y tan sumiso, que la persuadía fácilmente que no era de la Delfina de quien estaba enamorado.

No podía evitar la turbación al verle, ni tampoco un sentimiento de placer; pero, cuando no lo veía, y pensaba que ese encanto que sentía al mirarle era el principio de las pasiones, poco faltaba para que creyera odiarlo, a causa del dolor que le causaba aquel pensamiento.

 
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