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No se encontró en la misma disposición para decirle a su madre lo que pensaba de los sentimientos de aquel príncipe, como le había hablado de sus otros festejantes: aunque no tenía el propósito formado de ocultárselo, sin embargo no le habló. Pero la señora de Chartres demasiado lo veía, así como la inclinación que su hija tenía por él. El conocimiento de esto le causó un dolor muy terrible: comprendía muy bien el peligro que había para aquella joven en que la amara un hombre como el señor de Nemours, por quien ella tenía inclinación. Sus sospechas respecto de esta inclinación quedaron exteriormente confirmadas por algo que sucedió pocos días después.

El mariscal de Saint-André, que buscaba todas las ocasiones de lucir su magnificencia, suplicó al rey, con el pretexto de hacerle ver su casa, que acababa de ser terminada, que le hiciera el honor de ir a cenar a ella con las reinas. El mariscal deseaba también lucir ante los ojos de la señora de Cleves aquel gasto fastuoso que llegaba hasta la profusión.

Algunos días antes del fijado para aquella comida, el Delfín, cuya salud era bastante delicada, se había sentido mal y no había visto a nadie. La reina, su mujer, había pasado todo el día a su lado. Por la noche, sintiéndose mejor, hizo entrar a todas las personas de calidad que estaban en la antecámara. La Reina Delfina pasó a sus habitaciones; encontró en ellas a la señora de Cleves y algunas otras damas de su mayor intimidad.

Como ya era bastante tarde y no estaba aún vestida, no pasó a saludar a la reina; hizo decir que no se la vería, y mandó buscar sus joyas, a fin de escoger las que llevaría al baile del mariscal de Saint-André, y para darle algunas a la señora de Cleves, a quien las había prometido. Estando entregadas a esta ocupación, llegó el príncipe de Condé. Su calidad le abría todas las puertas. La Reina Delfina le dijo que sin duda venía de las habitaciones de su marido y le preguntó qué hacían allí. -Se disputan con el señor de Nemours, señora, y éste defiende con tanto calor la causa que sostiene, que es necesario que sea la suya. Creo que tiene alguna querida que lo inquieta cuando está en el baile, tan desagradable le parece para un amante el ver en la fiesta a aquella a quien ama.

-¡Cómo! -repuso la Delfina. -¿El señor de Nemours no quiere que su querida vaya al baile? Yo me imaginaba que los maridos podían desear que sus mujeres no fueran; pero nunca se me había ocurrido que los amantes pudieran ser de ese parecer. -El señor de Nemours encuentra -replicó el príncipe de Condé, -que el baile es lo más insoportable que existe para los amantes, ya sean amados o no lo sean. Dice que, si son amados, tienen el disgusto de serlo menos durante varios días que no hay mujer a quien el cuidado de sus trajes no le impida pensar en su amante, que eso las preocupa enteramente; que ese cuidado en acicalarse es para todo el mundo a la vez que para aquel a quien aman; que cuando están en el baile quieren agradar a cuantos la miran; que, cuando están contentas de su belleza sienten una alegría cuya mayor parte no la forma el amante. Dicen también que, cuando no se es amado, se sufre más al ver a la mujer querida en una reunión; que cuanto más la admira el público, más desgraciado se siente uno de no ser amado; que se teme siempre que su belleza haga nacer algún otro amor más feliz que el suyo; en fin, encuentra que no hay sufrimiento parecido al de ver a su amada en el baile como el saber que ella está en la fiesta, y no estar en ella.

La señora de Cleves simulaba no oír lo que decía el príncipe de Condé; pero lo escuchaba con atención. Se daba cuenta fácilmente de la Parte que le correspondía en la opinión que sostenía el señor de Nemours, y sobre todo en lo que decía del pesar de no asistir al baile en que estaba su amada, porque no debía ir al del mariscal de Saint-André, pues el rey lo mandaba a recibir al duque de Ferrara.

La Reina Delfina reía con el príncipe de Condé, y no aprobaba la opinión del señor de Nemours. -No hay más que una ocasión, señora- -dijo el príncipe, -en que el señor de Nemours consienta que su querida vaya al baile: es cuando él lo da; que el año pasado, cuando le dio uno a Vuestra Majestad, le pareció que su querida le hacía un favor en ir a él, aunque aparentemente sólo os siguiera; porque es siempre hacerle un favor a un amante el ir a tomar parte en un placer que él da; que es también una cosa agradable para un amante, que su querida lo vea dueño de un sitio en que está toda la Corte, y que lo vea sabiendo hacer bien los honores. -El señor de Nemours tenía razón -dijo la Reina Delfina sonriendo, -al aprobar que su querida fuera al baile; había entonces tal cantidad de mujeres a quienes daba esa calidad, que, si no hubiesen ido, hubiera tenido poca concurrencia.

Cuando el príncipe de Condé comenzó a contar las opiniones del señor de Nemours sobre el baile, la señora de Cleves sintió gran deseo de no ir al del mariscal de Saint-André. Fácilmente se persuadió de que no se debe ir a casa de un hombre por quien se es amada, y mucho se holgó de tener una razón de severidad para hacer una cosa que era un favor para el señor de Nemours. Llevó sin embargo el aderezo que le había dado la Reina Delfina; pero por la noche, cuando se lo mostró a su madre, le dijo que no pensaba ponérselo; que el mariscal de Saint-André ponía tanto empeño en demostrar que estaba enamorado de ella, que no dudaba que querría también hacer creer que ella tomaría parte en la fiesta que le iba a dar al rey, y que so pretexto de hacer los honores de su casa, le haría agasajos que quizás la iban a molestar.

La señora de Chartres combatió un poco la opinión de su hija, pareciéndole algo singular; pero, viéndola que se obstinaba, la aceptó, y le dijo que era preciso que se fingiera enferma a fin de tener un pretexto para no ir, porque las razones verdaderas no serían aprobadas, y que más aún era necesario que no se las sospecharan. La señora de Cleves consintió en pasar algunos días en su casa, para no ir a un sitio en que el señor de Nemours no estaría, y éste partió sin tener el placer de saber que ella no iría.

Volvió al día siguiente del baile; supo que ella no había ido; pero, como no sabía que hubiesen repetido delante de ella la conversación en casa del Delfín, estaba muy lejos de creer que hubiera sido tan feliz como para haberle impedido que fuera.

Al día siguiente, estando junto a la reina, y hallándose hablando con la Delfina, llegaron las señoras de Chartres y de Cleves y se aproximaron a aquella princesa. La señora de Cleves estaba vestida con algún descuido, como una persona que ha estado enferma, pero su rostro no estaba en armonía, con aquel traje. «Os encuentro tan bella -le dijo la Delfina, -que me cuesta creer que hayáis estado enferma. Se me ocurre que el príncipe de Condé, al contaros la opinión del señor de Nemours sobre el baile, os persuadió de que le haríais un favor al mariscal de Saint-André yendo a su casa, y que eso fue lo que os impidió asistir.» La señora de Cleves se sonrojó al ver lo acertada que había estado la Delfina y de que dijera delante del señor de Nemours lo que había adivinado.

 
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