La cacería se torna más difícil cuando el ave advierte la presencia del cazador antes de haber efectuado éste su disparo y con ruidoso y torpe aleteo, revolotea a escasa altura del suelo para abatirse enseguida. Es menester entonces la destreza de un nativo para seguirla con la larga cerbatana en la mano a través del tupido monte y el entrelazamiento de lianas. El ave asustada es muy huraña y difícilmente deja que el cazador se aproxime, pero el indio conoce los secretos de su selva. Siempre sabe hallar un paso allí donde un europeo emprendería el regreso resignado. Con tenaz resistencia sigue al fugitivo por la espesura en todas direcciones hasta tenerlo a tiro y cobrar así su presa. Durante el día, cuando el matum emite su grito monótono, resulta más fácil cazarlo. A semejanza de lo que sucede con el urogallo, el ave queda casi sorda y sorprenderla es tarea sencilla.
La caza de los monos que se balancean en las copas de los gigantescos árboles de la selva, saltando enloquecidos y columpiándose en las lianas, pone asimismo a prueba la gran pericia del cazador.
En ocasiones, el nativo levanta en la vecindad de un comedero, sobre el suelo o entre las ramas de los árboles, una -paritalla de caza- de ramas entrelazadas, a fin de poder observar cómodamente a las aves, sin ser descubierto y dispararles cuando se aprestan a comer. De este modo, mata a las que viven en sociedad: papagayos, araraes, palomas y al cuyubim, una gallinácea cuya carne es particularmente gorda y sabrosa cuando sazonan los frutos de la palmera assai.
Los nativos estaban en lo cierto cuando me decían que su bodoqueras eran mucho más ventajosas que mi escopeta, pues aquellas matan sin ruido y en consecuencia permiten al cazador abatir uno tras otro en un breve lapso toda una bandada de aves o una horda de monos, mientras que con las armas de fuego se puede cazar en las mismas condiciones un animal, o en el mejor de los casos dos.
Por esta razón el arma de caza que además de goces materiales le proporciona tanta excitación, es para el indio su más cara posesión y no se desprende de ella de buen grado, así como tampoco lo hace uno de nuestros cazadores, cuando se ha acostumbrado a una buena escopeta y ha cobrado con ellas tantas presas.
A menudo, los aborígenes esconden sus bodoqueras y sus aljabas a nuestras codiciosas miradas de coleccionistas. Cuando intenté fotografiar en el alto Aiari a un Cáua en el momento de disparar su cerbatana, no trajeron el arma sino después que les hube asegurado reiteradas veces que no me interesaba su adquisición. Al punto determinar la toma, bodoquera y carcaj volvieron a esfumarse.
Poco tiempo después desempaqué todas mis mercancías para trueque y las mujeres quedaron embelesadas. Al rato apareció un joven esposo y me ofreció su bodoquera cuidada con esmero, junto con la aljaba y la vasijita del veneno a cambio de unos metros de percal. Su presumida mujer no lo había dejado en paz.
Los niños practican con entusiasmo el uso de la cerbatana. Las hacen para ellos proporcionadas en peso y longitud a sus escasas fuerzas. A manera de blancos emplean pájaros confeccionados con mazorcas y sus vainas envolventes, trabajadas artísticamente. Estos objetos se cuelgan de los travesaños de la casa como adornos y a veces se ven erizadas de dardos sin veneno.
Los centenares de colibríes en derredor de los árboles florecidos son abatidos por los niños con bolas de hojas masticadas.
Para la caza mayor: jabalíes, tapires, ciervos, jaguares, etc., se emplean grandes flechas envenenadas.