El cochero tiene su punto de vista. Quizá sea más
unilateral que cualquier otro profesional. Desde el alto y oscilante asiento de
su cabriolé, con el pescante en la zaga, considera a sus prójimos
unas partículas nómades que carecen de importancia, a menos que
las posean deseos migratorios. Él es Jehu y el lector una
mercancía de tránsito. Uno podrá ser un presidente o un
vagabundo: para el cochero sólo es un Viaje. Lo carga, hace restallar su
látigo, le sacude a uno las vértebras y lo vuelve a depositar en
el suelo.
Cuando llega la hora de pagar, si uno revela familiaridad con
los aranceles descubre qué es el desprecio: si nota que se ha olvidado la
cartera, verá lo suave que es la imaginación del Dante.
Si afirmamos que la unidad de propósitos del cochero y
su unilateral punto de vista provienen do la peculiar construcción del
cabriolé con el pescante en la zaga, ello no implica sentar una
teoría extravagante. El campeón del gallinero está
instalado en lo alto como Júpiter, en un asiento incompartible,
manteniendo nuestro destino entre dos correas de inconstante cuero. Imponente,
ridículo, confinado, saltarín como un mandarín de juguete,
el pasajero, todo un caballero ante quien los mayordomos se inclinan
abyectamente, está acurrucado como una rada en una trampa y debe enviar
un chillido por una ranura de su peripatético sarcófago si quiere
que se sepan sus débiles deseos.
De modo que, en un cabriolé, uno no es siquiera un
ocupante: es el contenido. Sólo es un cargamento en alta mar y el
"querubín sentado en lo alto"' se conoce de memoria el
domicilio del demonio de los mares.