Allí parecía existir una silenciosa
invitación a comprar: la muchacha consultó una colección de
moneditas que llevaba en un magro bolso y las moneditas la autorizaron a pedir
un vaso de cerveza. Y allí se quedó sentada, aspirando y
asimilando todo aquello: la vida de nuevos colores y formas en el palacio de
cuento de hadas de un bosque encantado.
Junto a cincuenta mesas, había príncipes y reinas
ataviados con todas las sedas y joyas imaginables. Y de vez en cuando, uno de
ellos miraba con curiosidad a la pasajera de Jerry. Veían una figura
rústica, con un traje de seda rosado del tipo que se atenúa con la
palabra "fular", y un rostro igualmente rústico que revelaba un
amor a la vida que envidiaron las reinas.
Las largas manecillas de los relojes dieron dos vueltas
completas. Las realezas mermaron, retirándose de sus tronos al fresco, y
volvieron ruidosamente a sus carrozas. La música se refugio en estuches
de madera y maletas de cuero y bayeta. Los camareros retiraron intencionadamente
los mangles cerca de la rústica figura sentada casi a solas.
La pasajera de Jerry se puso de pie y tendiendo su tarjeta
numerada, preguntó con sencillez:
-¿,Me traerán algo con esta tarjeta?