Cuando llegaron a la calle Cincuenta y Nueve, la cabeza de
Jerry oscilaba y sus riendas estaban flojas. Pero su caballo franqueó la
verja del parque y comenzó la vieja recorrida nocturna familiar. Y
entonces la pasajera se echó atrás, en éxtasis, y
aspiró profundamente los limpios y saludables olores del césped y
el follaje y las flore. Y la sabia bestia uncida al cabriolé, conociendo
el terreno que pisaba, trotaba a gusto de Jerry y se mantenía a la
derecha del camino.
El hábito había luchado también
victoriosamente con el creciente sopor de Jerry. Éste alzó la
escotilla de su navío sacudido por la tempestad y preguntó lo que
preguntan habitualmente los cocheros.
-¿Quiere parar en el casino, señora? Podrá
tomar algo y escuchar la música. Todos paran ahí.
-Creo que eso sería agradable -dijo la pasajera.
Se detuvieron impetuosamente ante las puertas del casino. La
portezuela del cabriolé se abrió y la pasajera bajó a la
vereda. De inmediato la apresó una maraña de embrujadora
música y la aturdió un panorama de luces y colores. Alguien le
deslizó en la mano una tarjetita sobre la cual estaba impreso un
número: el 34. La muchacha miró a su alrededor y vio su
cabriolé a veinte metros de allí, ocupando ya su lugar en la fila
de coches, cabriolés y automóviles que esperaban. Y entonces, un
hombre que parecía ser todo pechera de camisa retrocedió bailando
ante ella: y cuando quiso acordarse, estaba sentada ante una mesita, junto a una
balaustrada sobre la cual trepaba una enredadera de jazmín.