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Un camarero le dijo que aquélla era su contraseña del cabriolé y que debía dársela al conserje. Éste la tomó de sus manos y voceó su número. Solo tres cabriolés estaban en la fila. Uno de los cocheros fué a despertar a gritos a Jerry, dormido en su cabriolé. Jerry masculló una blasfemia, trepó al puente del capitán y guió su nave hasta el muelle. Su pasajera subió al cabriolé y el coche se internó en el umbrío frescor del parque, siguiendo los atajos más breves que llevaban de regreso.

En la verja, un centelleo de razón, bajo la forma de una repentina sospecha, invadió el oscurecido cerebro de Jerry. Se le ocurrieron un par de cosas. Detuvo a su caballo, alzó el techo del cabriolé y dejó caer por la abertura su fonográfica voz, como una plomada: Quiero ver cuatro dólares antes de proseguir este viaja. ¿Los tiene?

-¡Cuatro dólares! -exclamó riendo la pasajera, con dulzura-. No, por cierto. Sólo tengo unos peniques y un par de monedas de diez centavos.

Jerry cerró el techo y fustigó a su bien nutrido caballo. El repiqueteo de los cascos estranguló su blasfemia, pero no pudo ahogarla. Profirió sofocadas y casi inarticuladas maldiciones, castigó malignamente con el látigo a los vehículos que pasaban y esparció salvajes y variables improperios por las calles, a tal punto que un conductor de camión demorado, que se arrastraba camino de su casa, lo oyó y se sintió avergonzado. Pero Jerry sabía adonde debía ir y se dirigió allí al galope.

 
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Desde el pescante del cochero de  O'Henry   Desde el pescante del cochero
de O'Henry

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