Cuando el bien nutrido caballo hubo morigerado un poco el
primer impulso de su velocidad, Jerry abrió el techo de su
cabriolé y gritó por la abertura con la voz de un megáfono
rajado, tratando de mostrarse amable:
-¿Adónde desea ir?
-Adónde usted quiera -fué la respuesta que
subió hasta él, musical y satisfecha.
"Está viajando por placer", pensó
Jerry.
Y sugirió, como la cosa más natural del
mundo:
-Dé una vuelta alrededor del parque, señora.
Será un paseo elegante, fresco y hermoso.
-Como usted guste -respondió la pasajera,
complaciente.
El cabriolé empezó a rodar por la Quinta Avenida
y cobró velocidad por esa calle perfecta. Jerry saltaba y oscilaba en su
asiento. Los poderosos fluidos de McGary se habían revuelto y proyectaban
nuevas vaharadas hacia su cabeza. Jerry cantaba una antigua canción de
Killisnook y esgrimía su látigo como una batuta.
Dentro del cabriolé, la pasajera estaba muy enhiesta
sobre los almohadones, mirando a derecha e izquierda las luces y las casas.
Hasta en la sombra, sus ojos brillaban como estrellas a la hora del
crepúsculo.