Entre la movediza y alborotadora multitud podía
vislumbrarse por momentos el sombrero de copa de Jerry, estropeado por los
vientos y las lluvias de muchos años, su nariz semejante a una zanahoria,
golpeada por la traviesa y atlética prole de los millonarios y por los
viajeros rebeldes, su levita verde con botones de latón, admirada en la
vecindad de McGary. Era evidente que Jerry había usurpado las funciones
de su cabriolé y que llevaba una "carga". En realidad la
metáfora puede ampliarse, comparando a Jerry con un carro cargado de pan,
si aceptamos el testimonio de un joven espectador a quien se le oyó
observar que "Jerry tenía un panecillo" (1).
De la multitud agolpada en la vereda o del escaso fluir de los
peatones, surgió de prisa una muchacha y se detuvo junto al
cabriolé. La vista de águila profesional de Jerry advirtió
el movimiento. Se abalanzó hacia su coche, derribando a tres o cuatro de
los mirones y a el mismo por poco... pero no, se asió de una boca de agua
y logro mantener el equilibrio. Como un marinero que lustra los flechastes
durante una tormenta, Jerry trepó a su asiento profesional. Cuando
llegó allí, los líquidos de McGary quedaron dominados.
Jerry hizo un movimiento de vaivén en el palo de mesana de su nave, tan a
salvo como un deshollinador amarrado en lo alto de un rascacielos.
-Suba, señora -dijo, recogiendo las riendas.
La joven subió al cabriolé, la portezuela se
cerró con estrépito, el látigo de Jerry restalló en
el aire, la multitud de la vereda se dispersó y el hermoso coche se
lanzó a través de la ciudad.