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De nuevo interrumpí la sesión y les di unos minutos de descanso, pues estaba comprimiendo toda la información del libro en tan solo apenas diez folios leídos a toda prisa para no excederme de las dos horas que tenía otorgada. Observé el entusiasmo de muchos, y el aburrimiento de otros, situación que me era familiar. Luego proseguí hablando acerca de las bibliotecas castellanas y de los reyes castellanos del siglo XV, especialmente de Juan II y de su hija Isabel la Católica, quienes no fueron grandes bibliófilos ni dispusieron de una biblioteca, pero, como habían recibido una buena educación, gustaron de la lectura y poseyeron bastantes libros. De Juan II se dice que sabía hablar y entender el latín, que leía muy bien, que le agradaban mucho los libros y las historias y que oía con gran agrado los decires rimados. Su afición a la poesía le llevó a encargar a su escribano Juan Alonso de Baena la recopilación poética que lleva el nombre de éste, Cancionero de Baena, cuyo original perteneció a la Biblioteca de El Escorial y hoy estará en la Nacional francesa, y que, con sus seiscientas composiciones de cincuenta y seis autores, era una muestra muy representativa de la poesía, en general ingeniosa y frívola, que tanto debió de gustar en la corte, donde, entre otros poetas, brillaron el marqués de Santillana y Juan de Mena. A éste, que era secretario de cartas latinas, el rey le encargó una traducción resumida de la Iliada . Reflejo de las aficiones literarias de la corte de Juan II, continué, fue la biblioteca de los condes de Benavente instalada en su castillo e iniciada, en la primera mitad del siglo XV, por el segundo conde don Rodrigo Alonso Pimentel. Poco después de su muerte se redactó un catálogo con los libros que reunió el conde y con los que se añadieron después de su fallecimiento. Algunas de las obras de la biblioteca fueron copiadas por Manuel Rodriguez de Sevilla. A pesar de estos préstamos, la biblioteca en el primer siglo de su existencia y en los siguientes, fue familiar y pocas fueron las personas que, aparte de los familiares y algunos amigos, tuvieron acceso a los libros. Tanto interés como su fundador pusieron en la biblioteca su hijo, Alonso, y su nieto Rodrigo, amigo de Gómez Manrique, Mosén Diego de Valera y Lucio Marineo Siculo. Pero con la muerte del sexto conde en 1575, pasó el interés por el crecimiento de la biblioteca, que en 1633 fue trasladada al palacio de los condes de Valladolid, donde unos años antes se había instalado otra gran biblioteca nobiliaria, la del conde Gondomar. Con este motivo se hizo un inventario que contenía unas cuatrocientas cincuenta y ocho rúbricas. Después los libros de la biblioteca se diseminaron en bibliotecas de familias nobles por motivos matrimoniales, como en la de Osuna, los más de ellos fueron vendidos en el siglo XIX y hoy formaban parte de bibliotecas españolas y extranjeras. Por otra parte, los libros de Isabel la Católica debieron de sumar alrededor del millar, de los que Francisco Javier Sánchez Cantón llegó a describir trescientos noventa y tres utilizando cuatro inventarios parciales de diversas épocas y sumando los impresos dedicados a ella y los que llevaban el escudo Real. Debieron de estar repartidos por varios palacios, entre ellos los de Segovia, Granada, Sevilla, Toledo y Arévalo. Se mezclaban los escritos ?de mano? o manuscritos, con los ?de molde? o impresos, menos numerosos, aunque cuando su reinado comenzó ya estaba establecida la imprenta en Castilla. También abundaban más los que estaban escritos sobre papel que sobre pergamino.

Una buena biblioteca debió de ser la de don Enrique de Villena, descendiente de los reyes de Aragón y Castilla, más aficionado a las letras que a las armas. Su inagotable sed de conocimiento y su afición a las ciencias ocultas le valieron fama de brujo y Juan II ordenó que, a su muerte, sus libros fueran examinados por su confesor fray Lope de Barrientos, que ordenó la quema de algunos. Merece una atención especial la que formó el marqués de Santillana. Nacido en una familia de la alta nobleza, muy rica y aficionada a las letras, el marqués gustó del trato con personas interesadas, como él, por el cultivo de las letras. Formó la colección de manuscritos más interesante en la España del siglo XV. Los libros fueron encargados y adquiridos por él respondiendo a sus apetencias. Pero como, además, era rico y bibliófilo, sus manuscritos estaban bellamente caligrafiados e ilustrados sobre vitelas inmaculadas y cubiertos con encuadernaciones diseñadas para él, en las que campeaba su emblema, así como en la primera página sus armas, su yelmo y su divisa. Su hijo Diego, primer duque del Infantado, cuidó la biblioteca heredada de su padre y la unió al título. Contemporáneo del marqués fue el conde de Haro, don Pedro Fernandez de Velasco. Se retiró en 1459 al hospital de la Veracruz de Medina de Pomar, que había fundado cuatro años antes para sustentar a doce hidalgos pobres. Se conservaba un inventario de 1553 de los libros que constituían la biblioteca del hospital, dividido en tres secciones. En total unos ciento cincuenta y seis aproximadamente. Entre ellos había trece impresos. El cardenal Pedro González de Mendoza, que su existencia comprendía los años de 1428 y 1495, hijo del marqués de Santillana y tan poderoso en tiempos de los Reyes Católicos que era conocido como el Gran Cardenal y fue llamado Tercer Rey de España, llegó a constituir otra gran biblioteca privada, de la que podemos tener una cierta idea por el inventario que en 1523 se hizo de la biblioteca de su hijo, don Rodrigo de Mendoza, marqués del Cenete, que había sido estudiada por Francisco Javier Sánchez Cantón.

 
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