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Después de tomar aire y de que me dejaran de temblar las piernas, continué con las bibliotecas francesas donde no faltaron entre los sucesores de San Luis amantes de los libros. Juan II el Bueno, buen aficionado a ellos, supo inculcar esta afición a sus hijos y hacerles grandes bibliófilos. Destacó Carlos V el Sabio, cuya biblioteca principal estuvo instalada en tres salas de una torre del Louvre. Era frecuente en el libro del Renacimiento el hecho, cada vez más extendido, de regalar o presentar la obra a un mecenas, un rey o príncipe. La acción se presentaba en una ilustración inicial donde aparecía el autor en el momento de la ofrenda. La ilustración terminó convirtiéndose en tópica y se prolongó en los libros impresos en los que la ofrenda era simbólica. Carlos VI incrementó notablemente la colección de su padre, Carlos V, con más de doscientos códices. Muchos salieron en préstamo y no volvieron y otros fueron regalados a amigos y príncipes extranjeros. La biblioteca fue adquirida por el gobernador de París, entonces en poder de los ingleses, el duque de Bedford, Juan Plantagenet, que se la llevó primero a Rouen y desopués a Inglaterra. A su muerte esta rica biblioteca quedó dispersada. Se sintieron atraídos igualmente por los libros, los hermanos de Carlos V, los duques Felipe el Atrevido de Borgoña, Luis de Anjou, más tarde rey de Nápoles, y Juan de Berry. Era natural que los libros lujosos, como las joyas y las pieles, atrajeran a las mujeres, y así había reinas, como Juana d´Evreux, Juana de Borgoña, Blanca de Navarra, o infantas como Yolanda, la hija de Carlos VII, o condesas como la de Montpensier, o duquesas como Margarita de York, que reunieron numerosos libros y sintieron predilección especial por los ejemplares lujosos. Un caso sobresaliente de biblioteca lujosa era la formada por los duques de Borgoña, que gobernaban Borgoña y el Franco Condado en el levante francés, y Flandes y los Países Bajos en el noroeste durante el siglo XV. Cuando murió Juan Sin Miedo, en el palacio ducal de Dijon había doscientos cincuenta y cuatro volúmenes. Su hijo y sucesor, Felipe el Bueno, aumentó la colección recurriendo a la compra, a donativos o a copias de libros, pero en los últimos veinte años de su vida prefirió libros nuevos. Debían de estar repartidos en los diversos palacios, guardados en armarios o arcas y al cuidado de la misma persona que vigilaba las joyas, o lo que era lo mismo, que no había tampoco bibliotecario. Su hijo Carlos el Atrevido murió diez años después que su padre y la herencia pasó a la casa de Habsburgo, por estar casada su hija María de Borgoña con Maximiliano, el que después fue emperador y abuelo de Carlos V, y se dispersaron tanto los libros que había incorporado Carlos como los heredados por él. Felipe II, en el siglo XVI, ordenó que todos los libros que se pudieron encontrar se reunieran en un lugar en Bruselas y se constituyera una biblioteca real. Muerto Felipe II, la biblioteca decayó y a finales del siglo XVII teniendo ciento veinte ocho volúmenes menos. Al iniciarse el XVIII un incendio destruyó muchos manuscritos y las tropas francesas cuando ocuparon Bruselas en 1746 se llevaron a París ciento ochenta y ocho manuscritos valiosos, de los que el conde Cobenzl, ministro plenipotenciario de la emperatriz austriaca María Teresa, pudo recuperar ochenta, un tercio de siglo más tarde. El conde creó una Sociedad Literaria de los Países Bajos, antecesora de la Academia Belga, a la que confió la creación de una biblioteca pública con los libros que pudo recuperar de la biblioteca antigua. Por cierto que cuando en 1773 fue disuelta la Compañía de Jesús e incautados sus libros, se le presentó a la Biblioteca Real un grave problema de espacio para recibirlos, que fue resuelto, según se cuenta, colocando los libros útiles en estanterías en el centro de las salas y dejando los que no interesaban en el suelo para que los ratones satisfacieran su hambre con éstos y no atacaran a los valiosos. Durante la Revolución Francesa, buen número de manuscritos y valiosos impresos fueron trasladados a París. Dividieron la biblioteca en dos, una formada por los libros impresos, que fueron entregados a la ciudad de Bruselas, y otra con los manuscritos, que constituyó la Biblioteca de Borgoña. En este período, en el que la Biblioteca contó con un notable bibliotecario de origen español, La Serna Santander, la colección se enriqueció con los libros de las órdenes religiosas suprimidas. Después de Waterloo volvieron los libros a Bruselas, pero continuó la separación de las bibliotecas, aunque con un solo bibliotecario, el gran bibliófilo Charles van Hulthem, dueño de una gran biblioteca privada. En 1837, se creó la Biblioteca Nacional a base de la Biblioteca de la ciudad de Bruselas, de la Biblioteca de Borgoña y de la biblioteca privada de Van Hulthem. En la actualidad, instalada en un moderno edificio inaugurado en 1969 y dedicado al rey Alberto I, cuyo nombre llevaba la biblioteca, posee más de tres millones de impresos y treinta mil manuscritos, entre ellos doscientos treinta y uno que pertenecieron a Felipe el Bueno.

 
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