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En 1600 ingresó en
la Vaticana la rica herencia de Fulvio
Orsini, que había ofrecido su biblioteca cuando muriera a cambio de una pensión
vitalicia. Pocos años después el papa Gregorio XV sugirió a Maximiliano de
Baviera que le donara, allá por el 1622, la biblioteca del elector palatino,
compuesta por unos tres mil quinientos manuscritos y unos cinco mil libros
impresos, de la que se había apoderado al conquistar Heidelberg durante
la
Guerra de los Treinta años. Parte
de ellos fueron devueltos a principios del siglo XIX por Pío VII al duque de
Baden. En este mismo siglo XVII Paulo V consiguió que los monjes de Bobbio le
donaran algunos manuscritos, como anteriormente lo habían hecho con el cardenal
Borromeo para la Ambrosiana.
Por compra de Alejandro VII
ingresó la biblioteca de los duques de Urbino y la Reginense
, de la reina Cristina de
Suecia, con más de doscientos manuscritos, algunos de los cuales procedían de
la Biblioteca
Imperial de Praga, donde habían
sido incautados por su padre el rey Gustavo Adolfo en
la
Guerra de los Treinta años. A
finales del siglo XIX León XIII permitió la consulta de
la
Biblioteca y archivos vaticanos a los
estudiosos e instaló la actual sala de estudio con sesenta mil obras de
consulta. Muy importante fue la gestión como director de la biblioteca del
benedictino español Anselmo María de Albareda, que poco antes de morir recibió
el capelo cardenalicio. La familia Visconti, primero, y Sforza, después, señores
de Milán, formaron una de las bibliotecas más importantes de su tiempo en el
castillo de Pavía, que en 1426 contaba con novecientos ochenta y ocho volúmenes.
En ella, como en las dos bibliotecas citadas anteriormente, había, junto a los
códices en latín y en italiano, algunos en francés, lo que mostraba que la
influencia de la cultura francesa en el siglo XIV fue grande en el norte de
Italia. En cambio, eran relativamente pocos los códices griegos. Un destino
similar sufrió la biblioteca de los reyes de Nápoles, cuya importancia se debió
al aragonés Alfonso V el Magnánimo por el mecenazgo que ejerció sobre notables
humanistas, entre los que destaca Lorenzo Valla. En la biblioteca aragonesa,
además de los códices latinos, griegos, e italianos, normales en las bibliotecas
italianas, abundaban obras escritas en castellano. Fue víctima de las
vicisitudes que sobrevinieron al reino al finalizar el siglo XV. En 1495 Carlos
VIII de Francia entró en Nápoles y se llevó a su país, junto con joyas y obras
de arte, los libros que pudo encontrar, unos mil ciento cuarenta creía recordar,
entre impresos y manuscritos, que terminaron en
la Biblioteca
Nacional francesa. Otra parte se
llevó consigo Fernando de Aragón. Reconstruyó San Miguel de los Reyes, convento
de los jerónimos, al que el duque legó, en 1550, su magnífica biblioteca.
Algunos desaparecieron en el mismo siglo XVI, pero las mayores pérdidas se
debieron a la desamortización del siglo XIX, antes de que pasaran a
la Biblioteca
Universitaria de Valencia. Otros
hermosos códices se conservaron en
la
Biblioteca de El Escorial. Dentro de
los bibliófilos renacentistas, ninguno superó a Federico de Montefeltro, duque
de Urbino, que vivió aproximadamente durante los años 1422 y 1482 si no me
confundía, que construyó un espléndido castillo y en él instaló una lujosa
biblioteca con bellísimos manuscritos, entre los que no quería que los hubiera
escritos sobre papel ni obras impresas. En el siglo XV cambió notablemente la
figura del bibliotecario. Entonces los príncipes italianos nombraron
bibliotecario a una persona de gran formación intelectual, capaz de asesorarlos
en las compras. A su cargo solían estar los copistas, iluminadores y
encuadernadores y una de sus misiones principales fue garantizar la corrección
de los textos. Por ello solían estar pagados con
generosidad.
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