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Tras esta introducción
amplia hice una pausa para tomar un poco de agua y refrescar la garganta. Ya
había superado los nervios del comienzo. Entre los grandes coleccionistas de
obras griegas, continué, estaba el cardenal Bessarion, nacido en Trebisonda y
educado en Constantinopla. Los manuscritos griegos fueron para muchos humanistas
italianos tan atractivos como los viejos latinos buscados en los monasterios
europeos. Uno de los primeros en viajar a Oriente en busca de manuscritos fue el
helenista Guarino Veronese. Otros buscadores de manuscritos griegos fueron
Giovanni Aurispa, que en 1423 regresó con doscientos treinta y ocho manuscritos,
y Francesco Filelfo, que había ido a estudiar a Constantinopla y a su vuelta se
trajo un buen número. Hubo también emigrados que se dedicaron a copiar
manuscritos por lo que su número creció considerablemente sin que se llegara a
saciar el apetito de los grandes coleccionistas, como Lorenzo de Medici, que
envió a Janus Lascaris en
1492 a buscarlos y traerlos para
su biblioteca. Los papas debieron de tener, desde los años iniciales del
pontificado, una colección de libros a su disposición. Sin embargo, la primera
noticia de una biblioteca vaticana se refería a la que estaba instalada en el
palacio de Letrán. Pero los libros debieron de desaparecer o dispersarse cuando
el papado se trasladó, en el siglo XIV señalé, a Aviñón, en el sur de Francia,
donde Juan XXII y Clemente VI reunieron una importante biblioteca con dos mil
cuatrocientos volúmenes, que allí se quedaron cuando sus sucesores regresaron a
Roma.
La Biblioteca actual era relativamente
moderna, pues pocos libros entraron antes del siglo XV e incluso antes del XVI.
El fundador de esta nueva biblioteca fue Nicolás V, bibliotecario de Cosimo de
Medici. Al ascender al solio pontificio encontró un pequeño núcleo dejado por su
antecesor, Eugenio IV, consistente en trescientos cuarenta libros, que él
transformó en mil doscientos añadiendo los suyos personales y enviando agentes a
visitar centros religiosos en solicitud de donaciones de libros o, al menos,
autorización para copiarlos. También ordenó que se tradujeran al latín obras
griegas, tarea en la que intervino el bibliotecario Tortelli. Tanta era su
pasión por los libros que no dudó en gastar en ellos los fondos del jubileo de
1450, lo que escandalizó a su sucesor, el español Calixto III. Sixto IV fue otro
gran favorecedor de
la Biblioteca. Dispuso nuevos locales para ella y
la abrió al público, aunque con los libros encadenados como era costumbre en
aquellos tiempos. La dividió en cuatro secciones, la latina, la griega, la
secreta y la privada mencioné, decoradas con pinturas murales y dotadas de
calefacción, aunque sólo eran accesibles al público las dos primeras. Bartolomeo
Platina, su famoso bibliotecario, contó con tres ayudantes y formó un catálogo
de autores y otro de materias.
La Biblioteca sufrió en el saco de Roma
en el año 1527, durante el cual los soldados de Carlos V cometieron innumerables
tropelía. Después Sixto V construyó el gran vestíbulo diseñado por Domenico
Fontana y decorado por Cesare Nebbia y Giovanni Guerra, y prohibió los
préstamos. Paulo V la cerró, suprimiendo los puestos de lectura y no se volvió a
abrir hasta 1890. Durante este largo período sólo fue accesible a turistas
ilustres a los que se mostraban algunas curiosidades.
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