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El tren llegó a su destino y se detuvo en la impresionante estación de la ciudad. Ya había estado en ella días atrás, pero aún me fascinaba aquella estructura faraónica. Su diseño era futurista, como sacada de una novela de ciencia ficción, con cúpulas de cristal y metal de enorme tamaño, con numerosas vías y andenes donde no cesaban de llegar cercanías, regionales o trenes de largo recorrido. En aquél lugar la multitud lo abarcaba todo, desde las escaleras mecánicas que soportaban a duras penas tan magna cantidad de personas, hasta los ascensores, los bares e incluso las tiendas de moda o revistas que en el interior abrían sus puertas desde muy temprano aprovechando las prisas de la gente que no se detenían a mirar los elevados precios. Todo un sub-mundo que me hacían parecer como si viajase a otra era. Me hacían sentir una hormiga en el enorme hormiguero que se erigía en aquella bella ciudad. Bajé del tren aún pensando en aquellas palabras de la llamada. Le daba vueltas y vueltas, reflexionando sobre lo que podría significar, tal vez, y lo más seguro, era que fuese un error de los que se han dado muchos casos aunque pareciese extraño, donde tan solo pulsando mal algún número del teléfono al que se deseaba llamar y aparecía al otro lado de la línea una persona que curiosamente se llamaba igual que la que se buscaba. Un mal entendido que demostraba la existencia de una remota casualidad entre un millón de posibilidades. Aunque también podría ser una broma de mis amigos, aunque no sabía decir el motivo de la misma ya que últimamente no les había hecho ninguna jugarreta y apenas había salido de casa, estando tan ocupado en la elaboración de esta obra y en las meditaciones que no me dejaban dormir ni por muy cansado que estuviese. Salí de la estación y me dirigí a la universidad donde cursé mis estudios. Estaba a unos quince minutos de la estación, y aquél camino me trajo recuerdos de antaño, de mi época estudiantil, pues aquella universidad marcó mucho mi vida en todos los terrenos. Por un momento, mientras me encontraba caminando entre las grandes avenidas envueltas en el bullicio de cientos de coches, pitidos, acelerones indeseados, frenazos obligados o música elevada, olvidé lo que me había sucedido instantes anteriores en el vagón del tren. Lentamente veía en el horizonte como aparecía la silueta del edificio del siglo XIX donde se ubicaba la universidad. Sus grandes sillares anaranjados reforzaban las esquinas de la misma. Su entrada principal, de enorme envergadura y franqueada por columnas de estilo barroco, le daban aún un aspecto más impresionante. Estaba decorada con gárgolas y estatuas de diversos tipos, de motivos tan extraños como anacrónicos. La verdad era que impresionaba aún más en aquél día gris. Todo el edificio, que sirvió de fábrica de tabaco durante buena parte de su existencia, estaba rodeado por un foso antiguo de varios metros de ancho y otros tantos de profundidad, lleno de basura por desgracia y cruzado por un puente de piedra. En realidad, y visto desde la altura, el edificio tenía planta rectangular, con cuatro entradas de igual tamaño, con el foso que lo rodeaba en tres cuartas partes del mismo, ya que la parte por donde no era apreciable el foso pasaba la nueva construcción del tranvía moderno, también de aspecto futurista. De eso me sorprendí porque cuando comencé la carrera, allá por mediado de los noventa, aquél lugar era una amplia avenida con tres carriles hacia un sentido y un cuarto destinado al tráfico de autobuses y taxis en sentido contrario. Las cosas habían cambiado mucho en relativamente poco tiempo.

 
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La semilla de los caracoles de David Mendoza   La semilla de los caracoles
de David Mendoza

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