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del camino. En consecuencia, nuestro divagar a la luz de la luna la mañana siguiente reanudamos la marcha, todos con la mano sobre el revólver cargado y sin dejar de escudriñar con atención a ambos lados del camino. Había en nosotros una comprensible puja entre el ansia de vivir una pequeña aventura y el anhelo de que la jornada transcurriera pacíficamente. En esas regiones, un flechazo en las entrañas no es precisamente algo agradable, pues al extraer las flechas provistas de ganchos se desgarran los tejidos. En lugar de este procedimiento sería preferible aplicar el método más abreviado del harakiri. Pero no sucedió nada. El bajo matorral espinoso que ya nos acompañaba el tercer día de nuestra expedición, fue creciendo gradualmente para pasar a la formación del bosque de árboles de troncos altos, anunciando así la cercanía del río. ¡Qué grande, pues, sería nuestra sorpresa cuando salimos a la orilla y en lugar de la vasta superficie de agua esperada, tuvimos ante nosotros un campo raso de cegadoras arenas blancas, cuya superficie era barrida por un furioso vendaval que envolvía los alrededores más próximos en nubes de punzante polvo arenoso! Las mulas se negaron a avanzar y, aun cuando logramos hacer caminar a la fuerza a nuestros animales de silla, las bestias de carga no dejaban de apartarse del viento hasta que tirando y empujando conseguimos sacarlas al lecho del río por grupos, atando la cola de cada una al cabestro de la siguiente. Cuando llegamos al primer brazo del río, el chasqui se quitó la ropa y vadeó el brazo, para que luego pudieran hacerlo los animales. Se repitió la misma escena al llegar al segundo brazo, con lo cual concluyó el cruce del río. En esos momentos en que imperaba la estación seca, las dos arterias fluviales juntas no tenían más de ciento cincuenta metros de ancho. Sin embargo, del lecho del río Grande de barranca a barranca medía allí, en Puerto Paila, unos 1.300 m incluidos los bañados, una zona ribereña plana, cubierta de tupida vegetación propia de pradera que sólo es alcanzada por las aguas y se anega cuando hay crecientes.

Mientras nuestros acompañantes continuaban la marcha hacia Santa Cruz, nosotros permanecimos en los bañados, dejamos pastar a sus anchas a los animales y llevamos una cómoda vida con ribetes científicos para disimular, alternando los baños con la investigación botánica. Los enjambres de mosquitos no nos brindaron una noche muy agradable.

En la época lluviosa, el cruce del río no suele ser sencillo y se debe recurrir en la mayoría de los casos a la ayuda de los vaderos. En su carácter de habitantes permanentes de la orilla conocen los bajíos y sus cambios a la perfección y por lo tanto son muy útiles para ayudar a cruzar el ancho cauce. Pero no sólo eso. También poseen los implementos necesarios para ello, si bien bastante primitivos, ya que allí no hay botes. En su reemplazo, los pasajeros y su equipaje son transportados al otro lado del río en las llamadas pelotas, cueros de buey en forma de bolsa, fruncidos en los bordes, que son arrastrados mediante cuerdas por los vaderos que van y vienen a nado. Dado que la corriente trae a menudo muchos troncos a la deriva, el oficio no es fácil ni carente de riesgos. En su arte de nadar que más bien puede compararse a un caminar dentro del agua, los vaderos se apoyan sobre grandes tirantes flotadores, livianos como plumas de la madera esponjosa del toboroche (una especie de Chorisia) sobre los cuales se sientan a horcajadas. El movimiento de avance se logra casi exclusivamente mediante chapoteo con las manos. Por supuesto, este transporte es arrastrado por la fuerza de la corriente y a menudo desviado casi dos kilómetros aguas abajo. Cuando la pelota llega felizmente a la otra orilla es descargada, los hombres cargan sus flotadores y vuelven a pie la ribera los tres o cuatro kilómetros que los desvió la corriente, para dejarse llevar de nuevo por las aguas a la otra orilla. Cuesta imaginar el tiempo que demanda semejante cruce. Las mulas, acompañadas por algunos hombres, deben cruzar el río a nado, al igual que los bueyes de las carretas. Estas son descargadas por el único camino entre el río Paraguay y el borde de la cordillera.

Si bien los cincuenta kilómetros de camino desde el río a Santa Cruz pueden cubrirse en un solo día, optamos por hacer el viaje en dos etapas pues de lo contrario hubiésemos llegado muy tarde y nos hubiera sido difícil encontrar albergue en ese lugar desconocido. En consecuencia, al día siguiente sólo salimos del bosque galería de la ribera para entrar en la sabana y aceptamos con agrado la hospitalidad acogida que nos brindaron en la finca "El Bi", Allí, la región ribereña volvía a estar relativamente habitada, en agradable contraste con las planicies de Chiquitos recorridas hasta entonces, donde no se veía un alma. Allí conocimos por primera vez el invierno del este boliviano. El inclemente y violento viento del sud nos sacudía de tal modo en nuestras hamacas, que muy pronto desistimos de nuestra idea de dormir. Poco después de medianoche nos pusimos en marcha y confiados en el instinto de los animales, seguimos las huellas apenas reconocibles de las ruedas, rumbo a la pampa. Como debíamos atravesar aún una que otra formación boscosa, la. oscuridad del cielo encapotado nos causó cierta inquietud. Por fin, al clarear el nuevo día nos encontramos de nuevo en la pampa arenosa de suaves ondulaciones. A lo lejos, hacia el noroeste, se veía el resplandor de un incendio en la estepa, y el helado viento del sud que soplaba sobre la extensión yerma, amarillo-grisácea, nos hacía estremecer hasta los huesos. Continuamos nuestro avance, con la vista siempre hacia el oeste. ¿Cuándo veríamos la cordillera? De repente, tras una suave ondulación del suelo, divisamos el cerco azul de una lejana cadena de montañas, emergiendo de entre las nubes, y poco después aparecieron también las torres de Santa Cruz, destacándose luminosas a la pálida luz del sol mañanero, entre el verde alegre de sus jardines y palmares. Nuestra malhumorada somnolencia cedió lugar a una jovial disposición de ánimo y cuando el sol salió radiante, derramando sobre el paisaje su abundancia de vivos colores, entramos a Santa Cruz al trote con altivo porte, que armonizaba poco con nuestro desaliñado aspecto exterior. A pesar de todas las dificultades que al novato se le antojaban dos veces más graves, alcanzamos nuestra meta y ello nos llenó de gozosa satisfacción.

 
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A través del gran Chaco hacia Santa Cruz de Theodor Herzog   A través del gran Chaco hacia Santa Cruz
de Theodor Herzog

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