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El tercer día de cabalgata, por cierto muy corto, nos condujo de Equitos a los comienzos de la enorme planicie de Monte Grande, pasando por el famoso Cerro, es decir, la cadena montañosa, donde las carretas de bueyes suelen quedar semanas enteras inmovilizadas por rotura de ruedas o ejes. Esta dilatada depresión comunica el Gran Chaco septentrional con las sabanas de la planicie de Mojos en el Norte. Desde la pequeña población de Motacucito, al pie de los cerros, hasta la orilla del río Grande media una distancia de 160 kilómetros. Hace tiempo, era una región completamente deshabitada. En ella se padece en forma constante las molestias de la falta de agua en las temporadas de sequía y en la estación lluviosa en total empantanamiento y a veces inundaciones. Ambos fenómenos, cuando son extremos, pueden interrumpir por largo tiempo el transporte de carretas. A esto se ha sumado recientemente el peligro de ser blanco de las flechas de los indios salvajes, emboscados en la espesura. En otros tiempos, este tramo pasaba por ser bastante seguro, aun cuando los viajeros solieran tropezar aquí y allá con los indios. Sin embargo, los encuentros eran siempre pacíficos hasta que hubo provocaciones por parte de los blancos, quizá por tanto miedo o por brutalidad. Indios indefensos fueron muertos a balazos y desde ese momento comenzaron las hostilidades. Ahora bien, los indios no acechan constantemente en el camino para cometer actos de venganza, pues aun cuando no son numerosos, les resultaría fácil paralizar la circulación, porque al atacar desde sus emboscadas pueden aniquilar al enemigo sin exponerse a peligro alguno, pero no lo hacen. En cambio, cuando sus cacerías los hacen salir al camino y descubren por casualidad un blanco aprovechan gustosos la oportunidad para dispararles una flecha a manera de saludo. Pero de acuerdo con seis experiencias, el blanco les debe parecer un ser abominable. Desde hace algunos años, el gobierno destacó piquetes de unos siete soldados cada uno en puestos situados a 30 o 35 kilómetros de distancia para la defensa del camino de Monte Grande, pero los resultados fueron más bien negativos, ya que los soldados, en su mayoría individuos brutales, sólo contribuyeron a aumentar la hostilidad, sin ofrecer una verdadera protección. Así, poco antes de nuestra llegada al primer puesto, el fortín Guarayos, ocurrió que un indio desarmado que había osado pisar la zona de desmonte entre las chozas de los soldados y, con los brazos cruzados, pretendía al parecer demostrar sus intenciones pacíficas, fue muerto a tiros por un soldado. La gente de la guarnición alardeó ante nosotros de semejante asesinato y no podía comprender que condenáramos su acción. No es de extrañar pues que estos destacamentos consiguieran el efecto contrario al que se pretendía. íbamos a cerciorarnos personalmente de la peligrosidad de ese camino. Ya antes de llegar al fortín Guarayos nos encontramos con viajeros que exhibieron como prueba de su encuentro con los indios, algunas flechas atadas a las monturas. Habían sido aprendidos en la proximidad del río Grande. Al parecer, nos aguardaban ciertas experiencias y los indios activaron nuestra imaginación. A ella atribuyo el ciego pavor que me causó al día siguiente, en un bosquecillo, la rama florida de un arbusto, mecida suavemente por la brisa. Me había alejado un cuarto de hora del fortín sin compañía para tomar un baño en aquel paraje. Cuando miré por casualidad hacia la maleza que en a que bordeaba la orilla, divisé un objeto movedizo de color rojo. En una asociación perfectamente comprensible creí descubrir la vincha de un indio.

De un salto salí del agua y estuve junto al árbol donde había dejado apoyada ni¡ escopeta y me la eché al hombro sin perder un instante, pero ya no encontré la causa de ni¡ sobresalto. Caminé pues con cautela hacia el lugar donde enseguida me cercioré de mi error. No pude contener la risa, en especial cuando pensé en la imagen grotesca que debía hacer mi arma moderna en las manos de un vicio Adán, pero como ya me sentía de Sazonado, me vestí de prisa. Emprendí el regreso y experimenté un segundo susto. En un apuro estuve a punto de pisar una gran serpiente. En tales casos los reflejos hacen reaccionar rápida y correcta ni ente. Así, pues, di un gran salto a un costado y, alcancé a ver al reptil fugitivo y comprender lo infundado de ni¡ temor. Se trataba de una joven boa de dos metros de longitud a lo sumo, que fue a ocultarse entre la maleza. Como me hubiera gustado tener tal trofeo, la perseguí, pero no la descubrí sino cuando estuvo casi sobre ni¡ cabeza, trepando a un árbol por un puente de lianas. A pesar de ni¡ certero disparo logró desaparecer entre la fronda. Ese mismo día, Turo volvió de su (acería con una cantidad de gordas gallinas silvestres, papagayos y, palomas, de manera que ya estábamos bien provistos de vituallas para la prosecución del viaje por el Monte Grande. Habíamos hecho un alto en el fortín Guarayos para dejar pastar suficientemente a nuestros animales antes de emprender la larga jornada, donde quizá no encontraríamos alimento para ellos.

Por la tarde de ese día de descanso, continuamos nuestro viaje y ya bien entrada la noche llegamos a Pozo del Tigre, el segundo alto, donde disfrutamos de un breve descanso, pues partirnos de nuevo cuando reinaba aún total oscuridad para llegar a Tres Cruces, a treinta kilómetros de allí, alrededor de las once. Nos acompañaba un comerciante alemán de San Ignacio, su sirviente y el chasqui del lugar. El sensible calor del mediodía nos obligó a tomar un descanso más prolongado en Tres Cruces, de modo cine nuestros acompañantes se adelantaron. Los seguirnos a las dos horas, pero para gozar algo más tic la poesía del claro de luna, Martín y yo nos quedarnos rezagados detrás de la tropa y nos sentamos sobre un tronco a la vera del camino para charlar. A un trote apretado logramos recuperar el tiempo perdido. Cuando llegamos a Cañada Larga nos rodearon y abrumaron con un nutrido interrogatorio acerca de lo que nos había sucedido. Al principio, el tumulto, nos dejó estupefactos, pero pronto nos enteramos de la causa. El señor Löffler de San Ignacio había sido atacado por los indios y sólo por un providencial salto de su mula había escapado a una muerte segura. Mostró como pruebas sendas flechas que se habían clavado en su montura y en su abrigo. En cuanto a los indios, habían desaparecido entre la maleza al ser disparado el primer tiro, pero tal vez se hubieran quedado cerca de la luna hubiese podido tener un final bastante malo.

 
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A través del gran Chaco hacia Santa Cruz de Theodor Herzog   A través del gran Chaco hacia Santa Cruz
de Theodor Herzog

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