-¿Qué está farfullando ese tontaina?
-gritó al fin-. ¡Llamad a Trediakovski!
VasiIi Kirílich Trediakovski apareció en el acto.
Eligió también temas de siervos, pero los expuso con tanta
claridad, que el águila no hacía más que exclamar:
¡exauto!, ¡exauto!, ¡exauto! Y al final, le impuso a
Trediakovski el collar de huevecillos de hormiga, mientras volvía los
ojos hacia el ruiseñor gritando: "¡Llevaos a ese
canalla!"
Así terminó la ambiciosa intentona del
ruiseñor. Lo encerraron ipso facto en una jaula y lo vendieron en
Zariadie, a la taberna La despedida de los amigos, donde hasta la fecha
embriaga con sus dulces tóxicos los corazones de los "meteoros"
borrachos.
No obstante, el asunto de la ilustración no se
abandonó. Los hijos de los buitres y de los halcones continuaron yendo al
Liceo; I'Académie des sciences empezó a editar un
diccionario y llegó hasta la mitad de la letra A; el picamaderos estaba
dando cima al tomo X de la Historia de los silvanos. Pero el bubrelo
permanecía agazapado. Desde el primer día se había olido
que todo aquel zipizape pedagógico acabaría pronto y de mala
manera, y, por lo visto, su presentimiento era bastante fundado.
El origen de todo fue que el halcón y la lechuza, que
habían asumido las funciones de dirección de la
ilustración, cometieron una grave falta: se les ocurrió
enseñar a leer y escribir al propio águila-señor. Le
enseñaban por el método alfabético auditivo, fácil y
ameno, pero, por más que se esforzaron, al cabo de un año, su
alumno firmaba "Ajila", en vez de "Aguila", de manera que
ningún prestamista solvente admitía pagarés con semejante
firma. Otra falta, aún más grave, consistía en que, a
semejanza de todos los pedagogos en general, tanto el halcón como la
lechuza no le daban al águila un minuto de calma ni reposo. La lechuza no
le dejaba a sol ni a sombra, le perseguía gritando: Be... ce... jota...,
y el halcón le inculcaba a cada instante que sin conocer las cuatro
reglas de aritmética era imposible repartir el botín.