-Basta, Carolina; sin darnos cuenta, se nos ha venido encima la noche; no ves ya. Mañana continuaremos nuestras reflexiones sobre esa lectura que tan vivamente te ha conmovido. Seca tus ojos, hija mía, y no te avergüence una sensibilidad que es muy natural se tenga a los dieciocho años. Me gusta el libro. No le encuentro todas las exquisiteces que tú descubres en sus páginas, pero confieso que está escrito con sencillez y pureza poco comunes. Sus personajes llevan el sello del rey que supo imponerlo a todo lo que le rodeó. Majestuosa y reservada, la pasión brota con naturalidad y es expresada con frases escogidas. La señorita de Clermont es un libro hermoso; pero no lo dejes olvidado bajo esta acacia, como te sucedió ayer. Todavía conserva las huellas del rocío de la noche pasada. De algún tiempo a esta parte, Carolina, sufres frecuentes distracciones: testigos esas ramas que han quedado sin podar, y que son estorbo en la alameda de tilos: a ésta le falta arena, al estanque agua, y al agua peces... Pero observo que no me escuchas. El libro te ha conmovido mucho... Lo volveremos a leer otra vez, Carolina.
-Agradezco en el alma sus bondades, señor. No encuentro palabras con que expresar el placer que me produce ver que usted participa alguna vez de mis gustos; pero brotaron las lágrimas contra mi voluntad, al pensar que la catástrofe historiada en este libro tuvo lugar a escasa distancia de nosotros. Ayer, sin ir más lejos, hollamos con nuestras plantas la alameda donde el señor de Melun fue mutilado por un ciervo. Vimos los restos del castillo que Luis XIV honró con su presencia una vez en su vida; y si la revolución no hubiera derrumbado las cumbres, conforme usted me ha explicado, los rayos del sol continuarían hoy iluminando los ventanales del salón donde la señorita de Clermont se vio obligada a figurar, llevando la muerte en el alma, en el rigodón de honor, bailando con el rey mientras su marido expiraba en medio de los dolores más horribles. ¡Época de grandiosidad inmensa!... ¿No es verdad, señor? ¡Qué de monumentos nos ha legado!
-La virtud y la libertad, hija mía, son las que sirven de fundamento a los únicos que duran en la tierra. Ahí tienes dos ejemplos que se tocan: los Condé erigieron un palacio, digno de reyes, y un hospital muy modesto, donde son recibidos los sexagenarios de la región. La piqueta de las revoluciones y la mano de la muerte han destruido el palacio y acabado con los que lo habitaban: en cambio, el hospital continúa en pie... ¡Oye! En este momento deja oir su campana el toque de oración.
Calló Carolina: temía haber herido las susceptibilidades poco aristocráticas del anciano.
Levantándose del banco de mimbre donde estaba sentada al lado del señor Clavier, comenzó a caminar hacia el invernadero. El señor Clavier, embebecido durante algunos momentos en sus reflexiones, al notar la desaparición de su juvenil amiga, la siguió con paso lento.