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Dio Carolina un vistazo a las camelias, se cercioró, consultando el termómetro, de que el calor interior del invernadero se elevaba a quince grados, y regó a continuación algunas amarilis. No tardó el señor Clavier en hacer observar a su compañera el peligro que envolvía respirar durante mucho rato aquella atmósfera excesivamente elevada y saturada de vapores acuosos y de fragancias. Más de una vez había enfermado Carolina a consecuencia de las odoríficas emanaciones de los arbustos vivos de la China y del Japón, volatilizadas por efecto de la temperatura artificial y la reverberación lenta de los rayos solares.

Verdad es que el invernadero constituía, por decirlo así, la distracción única de Carolina, y era la ocupación favorita del señor Clavier, que le consagraba los cuidados más ingeniosos de que pueda ser capaz un apasionado por las plantas y las flores. Abarcaba el invernadero una parte de la fachada de la casa, y se extendía luego a lo largo de un muro lateral, oponiendo su frente defendido con cristales tallados al soplo desigual de los vientos. Variedad de plantas trepadoras se abrazaban al muro y a los cristales, como para contemplar a sus hermanas más favorecidas, a través del obstáculo transparente que las separaba. Los días de sol espléndido, millares de insectos alados revoloteaban zumbadores alrededor de aquel pabellón vegetal, inmensa campana bajo la cual tenían representación cumplida las cuatro partes del mundo. Sin embargo, su más bello ornato era el hada que todas las mañanas y todas las noches visitaba a aquella familia exótica, para reanimar con un poco de agua la vida de algunos de sus individuos, y dorar con un rayo de calor el cáliz de otros. El hada, la Eva de aquel paraíso diáfano, era Carolina de Meilhan.

Salieron del invernadero Carolina y el señor Clavier. Este último se apoderó de una regadera, alzó con sus manos temblorosas los tallos de las plantas más castigadas por las escarchas; y, siguiendo un paseo cubierto de fina arena, se dirigió a la casa habitación, apoyado en Carolina, que le contemplaba de vez en cuando con ojos llenos de tierna solicitud.

Chantilly, sus vastas extensiones de terreno cubiertas de fino césped, sus encinas y sus tilos, su hilera de casas blancas, formadas como para rendir honores al egregio príncipe que plantó aquellos tilos y aquellas encinas, y construyó aquellas casas blancas, el bosque, la población y el castillo, todo parecía en aquel momento como dividido en dos zonas, de luz una y de obscuridad otra. El bosque de Silvia y el castillo que corona al bosque, estaban en la zona obscura. ¡Espectáculo grandioso, sublime, el de una puesta de sol frente a un castillo suficientemente antiguo y moderno a la vez para arrancar a un observador prosaico esta exclamación: «¡Muy rico!» y al viajero que rinde tributo a las cosas pasadas esta otra: «¡Majestuoso!»

 
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