-Opino, Carolina, que sus reiterados viajes a París en nada pueden perjudicar la marcha regular de sus negocios, de los que cuida con gran interés una mujer, que merece todo mi aprecio, aunque no dejo de comprender que es demasiado altanera. Puede que tampoco posea la circunspección de su marido, pues he podido observar que en sus salones se habla demasiado. ¿Será, en el fondo, la opinión que a su propósito acabo de expresar, resultado de la misantropía de mi edad, poco indulgente, efecto de nuestros hábitos de soledad, de nuestra costumbre de hablar demasiado poco? Ya sabes que en el país nos llaman «los salvajes», hija mía, y has de ver que algún día nos obligarán a revestir con planchas de acero las verjas del jardín. Esta tarde, sin ir más lejos, mientras leías, los vecinos nos espiaban desde fuera, como si fuésemos fenómenos espantables o curiosos.
Llamaron a la puerta del jardín.
Carolina corrió presurosa a abrir. Mientras tanto, el señor Clavier limpiaba los cristales de sus anteojos y mandaba traer luz: le traían los periódicos. En provincias saben distinguir perfectamente el campanillazo dado por el cartero del de los amigos.
-Dejaremos el artículo de fondo -dijo el señor Clavier, desdoblando el periódico, -que suele ser siempre el mismo: creo que los reimprimen de seis en seis meses. ¿Qué pasa en la Vendée?
Mientras el señor Clavier leía con atención, sin omitir sílaba, las noticias de Oeste, Carolina retiraba sin ruido cubiertos y vasos, y colocaba junto al estuche de los anteojos la media taza reglamentaria de café, juntamente con la botellita de licor. Pasados algunos minutos, tosió ligeramente para distraer al viejo de la lectura, y éste, acostumbrado al llamamiento, levantó la cabeza y sonrió.
-Tómelo antes que se enfríe -dijo Carolina.
La joven tomó su bastidor. Principiaba la velada para ella y para su viejo protector.
Sobre aquellas dos cabezas inmóviles, blanca como la nieve la una y rubia como el oro la otra, reinaba un silencio profundo, sólo interrumpido por las oscilaciones del péndulo del reloj. El mismo silencio reina en todo Chantilly.
Seis años antes, cuando el bosque no había sido privado todavía de los ciervos y jabalíes que lo poblaban, no era raro oir, en medio del silencio de la noche, el grito de la cierva llamando a sus cervatillos. Pero, desde entonces, ha muerto el bosque como murió el castillo. Se han ido los ciervos y la aristocracia, de la misma manera que antes se fueron el feudalismo y los halcones: a las aves nobles han seguido los nobles cazadores.
Únicamente ofrece Carolina a la luz de la lámpara, que proyecta un círculo luminoso en medio de la obscuridad de la sala, su perfil indeciso y la indicación graciosa de su boca, en la cual apoya, durante sus actitudes soñadoras, la tijera de acero de que se sirve para cortar los hilos de su bordado.