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-¡Miserables! -grita de pronto el anciano, descargando un puñetazo sobre la mesa y estrujando el periódico. -¡Los vendeanos, esos canallas que no valen lo que el plomo con que se les mata, han degollado estos días a veinte soldados franceses, alojados en una aldea! ¡Son hijos dignos de aquellos fanáticos que en otro tiempo exterminamos nosotros! ¿Sobra aun sangre a los realistas? ¡Está bien! ¡Derrámese hasta la última gota, y así terminaremos de una vez!

-No había reparado el señor Clavier en que sus palabras produjeron en Carolina el efecto de un rayo; no prestó atención hasta que vio que doblaba la cabeza, que su bastidor había caído sobre la mesa y que de su garganta, escapaban sollozos que en vano intentaba reprimir.

-¡Carolina!... ¡Perdón, Carolina! ¡Ignoraba que estabas ahí! ¡Malditos periódicos!... ¡Hazte cuenta que nada he dicho! ¡Me refiero a tiempos pasados... a una historia antigua!... ¡Triste historia! -acabó el señor Clavier, bajando la cabeza.

Como ocurría siempre que estallaban sus tempestades de cólera política, el anciano atrajo hacia sí a la joven, apoyó la cabeza de ésta sobre sus hombros, y, después de separar con sus dedos flacos y temblorosos los cabellos que cubrían su frente, depositó sobre ésta un beso.

-¡Sea ésta la última vez -dijo el viejo, ahogado por los sollozos -que evoquemos recuerdos semejantes! ¡El pasado pertenece a Dios, hija mía... juzgue Él y no nosotros a los culpables!

Esta escena, que no era la primera de su género, se repetía en la casa de tarde en tarde, cual si fuera una expiación. Había alterado profundamente la calma de que poco antes disfrutaban el anciano y la niña: una nube de color de sangre había rozado las tranquilas aguas del lago; pero cruzó sin detenerse.

El señor Clavier se retiró a su dormitorio, dejando a Carolina sola con sus meditaciones, en las cuales no cabía el rencor. Es privilegio de los grandes dolores ser seguidos por cierta voluptuosidad espiritual.

Cuando el sueño cerraba los cansados párpados del anciano, aun se repetía éste:

-Mañana debo ir sin falta a visitar a mi notario Mauricio: el incidente que acaba de tener lugar me advierte que es llegada la ocasión.

Carolina, no bien se fue el señor Clavier, sacó del bolsillo de su delantal una carta que le había traído el mismo cartero que trajo los periódicos, carta cuya lectura la embargó hasta media noche, aunque no contenía más de diez renglones.

Es posible que el señor Clavier tuviera razón: era llegada la ocasión oportuna.

 

 
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