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-Esta noche, hija mía -dijo el señor Clavier, -cuando a las doce vayas a encender la estufa del invernadero, te recomiendo que cierres bien las puertas del gabinete de comunicación, que olvidaste cerrar hace pocos días, de lo que resultó que las plantas del Japón sufrieron las consecuencias de una elevación inusitada de la atmósfera, y las de Cabo Verde no quedaron muy bien paradas, por efecto del descenso de temperatura a que no están acostumbradas. A propósito: aun no me has dado las gracias, olvidadiza, por el tapiz suave y de mucho abrigo que mandé extender en la galería de cristales, desde el último peldaño de la escalera hasta la puerta de los invernaderos.

Carolina tomó entre las suyas la mano del anciano y sonrió.

-También necesito regañarte por la lentitud inconcebible con que enciendes las estufas. Ayer bajaste a las doce de la noche... ¡no me lo niegues, porque te oí muy bien! Bajaste a media noche, y no subiste hasta las dos. Sé, Carolina, que eres aficionada a leer durante la noche en el invernadero; pero ten mucho cuidado, hija mía, porque nosotros no podemos vivir juntos con las flores. Nuestro aliento las marchita, y sus fragancias nos asfixian: o nos matan o las matamos.

Después de estas palabras, llenas de cariño, pero también de reserva, nos sería difícil precisar el rango que Carolina ocupaba en la casa. Que no se ocupaba en las rudas faenas domésticas, la blancura de sus manos lo decía con lenguaje mudo pero elocuente, aunque es lo cierto que Carolina, lo mismo que las criadas, se levantaba a las cinco en verano y a las seis en invierno. Acabamos de ver que también bajaba a media noche al invernadero, para renovar el calor artificial; operación delicada, no puede negarse, que sería peligroso confiar a los criados. Incumbencia suya era el recosido de la ropa blanca, aparte de otras mil ocupaciones, que, a fuerza de costumbre, habían concluido por serle indiferentes, pero cuya minuciosidad de detalles hubiera asustado a cualquier carácter menos dócil y bueno que el suyo. La sumisión que tan natural es en el criado a quien se paga, o en el hijo, en cuya alma la engendra el cariño, admiraba en Carolina, que ni era criada ni hija del señor Clavier.

 
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