A espaldas del glacis de suave color violeta producido por la degradación de los tonos luminosos, se dibujaban los cuadros del jardín con tanta pureza de líneas como la que puso Le Nôtre en la vitela, al trazarlos con su regla de marfil y la tinta china. No hubiese dispuesto con coquetería más refinada el pastel de Watteau aquellos vasos de mármol-Médicis, aquellas estatuillas alegóricas, aquellos ramilletes de dalias. Célebres son los parterres de Chantilly hasta en Inglaterra, de donde acuden muchos a admirarlos. A derecha e izquierda de los parterres, la vista descubre a lo lejos vastas extensiones de césped que, a vuelta de varias ondulaciones, concluyen por confundirse con otras cubiertas de agua, sobre cuya superficie nadan al azar cisnes, hojas caídas y barquitas doradas, que en otros tiempos tripulaban las damas de la Corte.
Aquellas aguas, aquí perezosas y allá inquietas aquellos parterres, aquellas llanuras, aquellos céspedes, aquellas flores vivas, aquellos bosques sombríos, en cuyas cimas lanzan gritos estridentes los milanos, aquel castillo, que tiene trece torres feudales decapitadas y cuyos robustos muros son a manera de armadura que protege doce cruceros, un balcón volado y grandes ventanales con cristales de colores, aquellos salones donde cenaron emperadores, y que serían una de las siete maravillas del mundo si se alzaran en Atenas en vez de haber sido edificados en Picardía, y los pabellones chinos de ladrillo rojo, y las capillitas góticas que parecen de cartón piedra, y las estatuas mitológicas, y las carpas centenarias que saltan de vez en cuando sobre la limpia superficie del elemento que habitan, y los pajarillos, y los bloques de piedra traídos de Fontainebleau por París a lomo de mulos, y los soberbios patios de honor, hoy gallineros; todas aquellas cosas, grandes y pequeñas, majestuosas y ridículas, ¿no son prueba incontestable de que por allí han pasado sucesivamente un gran Conde, que recorrió las dependencias del castillo con Pascal, con Bossuet, con Molière, con Fénelon, con Luxembourg y con Lesage; otro Condé, en cuya mesa tuvieron siempre cubierto Voltaire, Marmontel y la Pompadour; un tercer Condé, que permaneció veinte años sin visitar su palacio, y finalmente, un postrer Condé, sencillo burgués, gran aficionado a la caza y a las obras teatrales de Scribe?
El sol se había puesto.
El señor Clavier y Carolina entraron en el salón de la planta baja, del cual tomaban posesión, por regla general, en verano, y que abandonaban en invierno.
La mesa estaba puesta.
Examinó Carolina la mesa, dio una vuelta por la cocina, y luego que hubo pasado revista y comprobado que nada faltaba, interrumpió al anciano, que leía el Perfecto Jardinero. El señor Clavier aproximó su sillón a la mesa: Carolina no se sentó hasta después de ser invitada.