-Bueno -replicó la señora de Meran, -guarde usted su prestigio; pero yo que apenas la conozco, no tengo nada que arriesgar y le ruego que me confíe en voz baja ese gran secreto.
El joven se colocó entonces detrás del canapé donde se encontraba la señora de Meran que se puso a reír estrepitosamente al escuchar la confidencia.
-Es absurdo -exclamaba; -pero yo hubiera hecho lo mismo que la novia.
-La sentencia del señor de Varéze está toda entera en esa frase- dijo el señor de Sétiral.
-Usted también es demasiado severa con él. ¡Cómo! Porque haya agregado al elogio más halagüeño del señor de Marigny: «Es el más leal de los hombres, yo no le conozco de falso otra cosa que su melena y sus pantorrillas»; porque esta pesada burla hecha sin mala intención, haya sido repetida a la señorita D'Herbas por una colegiala y haya resultado que Leontina no quiere por nada un marido ridículo, ¿es necesario tratar al señor de Varéze de monstruo, de incendiario que lleva la tea de la discordia a todas las familias? ¡Oh! es llevar la moral demasiado lejos; ¿qué piensa usted, Matilde?
-Yo no soy tan indulgente, como usted -respondió la señora de Lisieux, mirando al mariscal; -teniendo cada cual algo de ridículo, encuentro que el que hace oficio de denunciar la parte de todo el mundo es un ser peligroso; sin la ilusión que nos oculta tales ridiculeces, ¿a quién se amaría? Sostengo que el delator que revela a un amante su engaño, le hace menos mal al mostrarle a su amada infiel, que destruyendo por el poder de su ironía el prestigio que lo unía a ella.
Todos fueron de la opinión de la duquesa; el señor de Varéze fue implacablemente sacrificado; sólo el mariscal no dijo ni una palabra: se le reprochó su silencio.
-Estoy seguro que usted me lo perdona -dijo él saludando a la señora de Lisieux.