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-¿A cuál, si puedo saberla?

-Vacilo en confesarla; desde luego tendría que denunciar a uno de sus admiradores y, además, usted no me creería.

-¿Me supone usted entonces una prevención tan ciega?

-No, ni pienso siquiera que ese hombre pueda inspirarla; pero usted se niega a convenir en la influencia que él ejerce sobre todas sus relaciones, y hasta sobre la gente que lo detesta y, sin embargo, las pruebas abundan. Apuesto a que esta ruptura es también obra suya.

-¡Ah, señor mariscal, qué horrorosa sospecha! Es necesaria una amistad como la mía para perdonársela a usted, pues no fingiré no haberle comprendido; yo sé a quién se refiere usted; pero créame que sólo su malevolencia habitual con el señor de Varéze me la ha hecho adivinar.

-No le acuso de querer todo el mal que él hace -replicó el mariscal. -Dios me guarde de ello; estoy cierto de que se batiría contra todos los que osaran dirigirle un reproche y, sin embargo, no es menos cierto que sus buenas o malas burlas son el terror de los maridos, de los amantes y de las madres. Convenga usted misma que lo defiende que él le produce miedo, y que a pesar de sus veinticinco años, su título de viuda, de duquesa su categoría en la Corte, sus éxitos en el mundo, le demuestra usted más estimación que la que siente en el fondo por su carácter; a tal punto la resiente con razón lo punzante de sus epigramas.

-Es hacer demasiado honor a mi prudencia -replicó la duquesa tratando, de reprimir un ligero movimiento de despecho; -lejos de dejarme intimidar por la alegría maligna del señor de Varéze caigo con frecuencia en el error contrario; le veo siempre tomar la defensa de la gente burlada por él y, como hacen los abogados, entremezclo siempre algunas personalidades en mis querellas. El señor de Varéze se divierte o se disgusta poco me importa; no tengo por él ningún sentimiento que le pueda herir; viene a casa los días en que recibo a cuantos conozco en París; no es admitido en mi intimidad, a pesar del extremo deseo que siente mi tía pues usted sabe que ella le encuentra encantador. Ella decía hace, poco que a tener cuarenta años menos estaría loca por él; yo que no tengo sesenta siento una admiración mucho más moderada pero, reconociendo las extravagancias de su espíritu, creo su corazón demasiado noble para merecer la sospecha de procedimientos tan infames.

-Y yo también, realmente; el corazón no se mezcla nunca en estas cuestiones y no deseo otra cosa que engañarme en esta ocasión, pues me desolaría disgustarme con usted a causa de un hombre que encuentro en el fondo muy interesante.

Esta respuesta, acompañada de una sonrisa a la vez benevolente y maligna excitó en la señora de Lisieux la impaciencia que se experimenta al ver la falta de efecto de una afirmación que se cree sincera.

 
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