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-Así es, en efecto, respondió sir Gilberto Argall, o, por lo menos, todo lo hace suponer, por más que nos faltan pruebas; por este motivo ha sido imposible perseguirlos, como se hizo cuando la conspiración de 1825.

-Estas pruebas son las que es preciso adquirir a cualquier precio, dijo sir John Colborne; y antes de acabar para siempre con las turbulencias de los reformistas, dejémosles comprometerse aun más. Nada hay tan horrible como la guerra civil, lo sé; pero si es menester llegar hasta este punto, que se haga sin cuartel y que la lucha termine en provecho de Inglaterra.

Hablando de este modo, el comandante de las fuerzas británicas en el Canadá dejaba comprender que conocía muy bien el papel que tenía que representar. Sin embargo, si bien John Colborne era hombro a propósito para reprimir una insurrección con gran rigor, el mezclarse en una oculta vigilancia, que pertenece especialmente a la policía, hubiera repugnado a su espíritu militar, y, por lo tanto, los agentes de Gilberto Argall eran únicamente los encargados de observar sin descanso los movimientos del partido franco-canadiense.

Las ciudades, las parroquias del valle de San Lorenzo, y en particular las de los condados de Verchères, de Chambly, de Laprairie, de la Acadia, da Terrebonne, de Dos Montañas, eran recorridas sin cesar por los numerosos vigilantes del ministro. En Montreal, faltando aquellas asociaciones constitucionales, cuya disolución sentía tanto el coronel Gore, el Dorie Club, cuyos miembros formaban entro los leales más decididos, se imponían el deber de reducir a los insurrectos por los medios extremos. Lord Gosford temía con razón que a cada instante, bien sea de día o de noche, el choque pudiera producirse.

 
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