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Durante la misa de nochebuena de 1847, en Phalzburg, el cartulario de la justicia de paz, Conrado Spitz, y yo, estábamos vaciando nuestro tercer bol de punch en el café Schweitzer, cerca de la puerta de Alemania.

Las campanas no repicaban ya; todo el mundo estaba en la iglesia desde hacía un cuarto de hora; la viuda Schweitzer, antes de marcharse, había apagado los quinqués; la vela, colocada entre Spitz y yo, iluminaba vagamente una esquina del billar, nuestro bol y las copas: lo demás se perdía en la sombra.

La criada Gretel charlaba en voz baja en la cocina, con un trompeta de los húsares, y acabábamos de oír la caída de una silla en medio del silencio.

En ese momento, mi amigo comenzó a decir:

-¿Cómo es, mi querido señor Vanderbach, que a esta hora insólita... sin habernos movido de nuestro asiento del Café Schweitzer, nos hallamos trasladados a casa de Holbein, el tejedor, en la esquina del mercado de granos y de las antiguas carnicerías?..

Aquellas palabras me sorprendieron...

Miré a mi alrededor, y reconocí que, en efecto, estábamos sentados en un cuartito tan bajo que las ahumadas vigas del techo nos tocaban casi la cabeza. Los pequeños vidrios con junturas de plomo, estaban enterrados bajo la nieve. Un telar de tejedor en forma de bufete, ovillos de cáñamo colgados de los tirantes, una rueca, un devanador, lanzaderas, un viejo baúl, una cama con dosel tapizado de sarga gris, un antiguo sillón con asiento de cuero lustroso como un plato, tres sillas desfondadas, dos cacharros sobre una repisa, una virgencita de yeso en el fondo de un nicho, hilos tendidos por todas partes, de los que colgaban harapos, medias viejas, lienzos deshilachados: Tal es lo que vi en aquel rincón del mundo, de diez pies cuando más, y de cinco de alto. Las medias me colgaban sobre las narices, los hilos se entrecruzaban alrededor de nosotros, como telas de araña... En fin, entre el baúl y la cama, levántabase y bajaba una peluca amarillenta, y mirándola atentamente reconocí que era la cabeza del abuelo de Holbein, chocho desde hacia quince anos, y que dormía siempre en el mismo sitio, mas amarillo, más arrugado que una momia del tiempo de Sesostris.

Pero lo que más me sorprendió fue que, al volverme hacia Conrado Spitz, para comunicarle cuánto era mi asombro, me encontré frente a frente con una vieja urraca calva, encaramada en el travesaño superior de la silla del cartulario... con el pico tieso, la cabeza sepultada entre los hombros, los ojos cubiertos por una película blanca que levantaba de vez en cuando, y las patitas secas y negras prendidas a la madera apolillada. Estaba inmóvil y pensativa.. .

Me dije al punto que Spitz, famoso por su espíritu cáustico, se había transformado en urraca para gozar de mi confusión; nada más natural: se había aprovechado del momento en que volvía la cabeza para mirar al abuelo...

Por otra parte, su levita negra, su corbata blanca, su nariz puntiaguda, sus manitas nerviosas, le daban las mayores facilidades para esa transformación.

-¡Oh, oh! ¡camarada! -le dije. -Si pretendes gozar de mi sorpresa... te equivocas... No soy hombre que se sorprenda por tan poco... Ya hace rato que vengo oyendo contar historias semejantes...

-No he tomado esta forma para eso -me contestó, -sino porque es más cómoda... Estas sillas, mal esterilladas, no me gustan. Estoy mucho mejor sobre este palito... ¡parece que lo hubieran hecho expresamente para mí! ...

 
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