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Comprendí que sus razones podían muy bien ser valederas. Sin embargo, confieso que su nueva fisonomía me pareció estrambótica, y la miraba con curiosidad singular: el pico de un negro brillante, las pupilas resplandecientes como ágata, su actitud adormecida... y luego, el fondo de la habitación, atravesado por inextricables filamentos, y no sé qué olor a moho... todo me impulsaba a extasiarme hasta por las cosas más vulgares.

-Conrado -repuse, ocultando mis verdaderos pensamientos, -me sorprende que Holbein, su mujer y su hija tuerta, abandonen su casa en mitad de la noche... porque, al fin y al cabo, si no fuéramos personas honradas, si no formáramos parte de la magistratura, podríamos perfectamente llevarnos estos ovillos de cáñamo, esta pieza de lienzo, la virgencita de yeso y hasta la rueca y el baúl... ¡Hay tanto pícaro en este mundo!...

-¡Oh! -exclamó Spitz, -¡yo estoy aquí para guardar la casa!

Aquello fue para mí un rayo de luz.

Había notado a menudo, en el umbral de la vieja casucha, o sobre los postigos a flor de tierra, una urraca calva... Había observado aquel animal con vaga desconfianza, así como a la señora Holbein, de manos surcadas por gruesas venas azules... rostro hundido... ojos empañados... cabellos más blancos que el lino...

-¡Eh, eh! -me decía la vieja meneando la cabeza -¿mira usted ese pájaro? ... ¿desearía tenerlo? ... pero es de la familia.

No me cupo ya duda de que aquella urraca fuera Conrado Spitz en persona; el cartulario se iba allí, a descansar de sus fatigas, sintiéndose bien recibido por aquella buena gente...

Le comuniqué mi suposición.

-¡Oh! -exclamó, -es usted más perspicaz de lo qué hubiera creído, señor Vanderbach. ¡En efecto, soy yo mismo! ¿Qué quiere usted? La vieja Úrsula me cuida bien; se quedaría sin comer antes de permitir que me faltase nada... ¡Cada cual busca sus conveniencias!

Conversábamos así, cuando la voz del tío Holbein, la de su mujer y la de su hija, se dejaron oír en la calle.

Iban atravesando la plazuela llena de nieve, mientras las campanas repicaban anunciando el fin de la misa.

Holbein bajó los tres escalones de su casucha, gritando:

-¡Orchel! te has olvidado de cerrar la puerta... ¡Qué el diablo se lleve a la vieja loca! ... ¡Quizá nos hayan robado! ...

Luego entró, y al verme sentado frente a la lámpara:

-¡Ah! -exclamó, -¡es el señor Vanderbach!

Luego la vieja con su libro de oraciones... luego la hija, sacudiendo la nieve que llevaba pegada al ruedo del vestido, entraron a su vez, saludándome con un:

-¡Dios le bendiga!

La urraca voló al hombro de la vieja, y Holbein, mirándome, dijo a su mujer:

-¡Je, je, je! ¡el bueno del señor Vanderbach!.. ¿Cómo diablos está aquí? ¡Me parece que ha festejado en grande la nochebuena!

-Sí, sí -dijo la mujer, -llévatelo a su casa.

-Vamos, señor -dijo el tejedor, -es tarde... Tómese usted de mi brazo.

-¡Oh! ¡bien puedo marcharme solo! -le contesté.

-Es lo mismo... es lo mismo... hágame el favor de apoyarse un rato...

Acabábamos de salir... en la calle había dos pies de nieve.

-¿Y mi amigo Spitz? -pregunté mientras caminábamos.

-¿Qué Spitz?

-¡El cartulario! ... ¡la urraca!..

-¡Ah! -exclamó, -sí... sí... ya comprendo... La urraca se va a dormir... Habrá conversado usted con ella... Es un animal muy inteligente.

 
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de Erckmann - Chatrian

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