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-Tuve el honor de manifestarle, joven -dijo, imitando la cortante frialdad de los diplomáticos-, que usted no es más que un sudamericano, e ignora las cosas de Europa.

No le llamó «indio», pero Julio oyó interiormente la palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido. ¡Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de emoción!... Pero este contacto mantuvo su calma y hasta le hizo sonreír. «¡Gracias, capitán! -dijo mentalmente-. Es lo menos que puedes hacer para cobrarte.»

Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y su grupo. Los comerciantes, al verse cada vez más próximos a su patria, se iban despojando del servil deseo de agradar que les acompañaba en sus viajes al Nuevo Mundo. Tenían, además, graves cosas de que ocuparse. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero, por ser el compatriota de mayor importancia. Sus amigos buscaban los lugares más ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berta comenzó a huir de Desnoyers. Le sonreía aún de lejos, pero su sonrisa iba dirigida más a los recuerdos que a la realidad presente.

Entre Lisboa y las costas de Inglaterra, habló Julio por última vez con el marido. Todas las mañanas aparecían en la tablilla del antecomedor noticias alarmantes transmitidas por los aparatos radiográficos. El Imperio se estaba armando contra sus enemigos. Dios los castigaría, haciendo caer sobre ellos toda clase de desgracias. Desnoyers quedó estupefacto de asombro ante la última noticia. «Trescientos mil revolucionarios sitian a París en este momento. Los barrios exteriores empiezan a arder. Se reproducen los horrores de la Commune.»

-¡Pero estos alemanes se han vuelto locos! -gritó el joven ante el radiograma, rodeado de un grupo de curiosos tan asombrados como él-. Vamos a perder el poco sentido que nos queda... ¿Qué revolucionarios son esos? ¿Qué revolución puede estallar en París si los hombres del gobierno no son reaccionarios?

Una voz se elevó detrás de él, ruda, autoritaria, como si pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el Herr consejero el que hablaba.

-Joven, esas noticias las envían las primeras agencias de Alemania... Y Alemania no miente nunca.

Después de esta afirmación le volvió la espalda, y ya no se vieron más.

En la madrugada siguiente -último día del viaje-, el camarero de Desnoyers lo despertó con apresuramiento. «Herr, suba a cubierta: lindo espectáculo.» El mar estaba velado por la niebla, pero entre los brumosos telones se marcaban unas siluetas semejantes a islas con robustas torres y agudos minaretes. Las islas avanzaban sobre el agua aceitosa lenta y majestuosamente, con pesadez sombría. Julio contó hasta diez y ocho. Parecían llenar el Océano. Era la escuadra de la Mancha, que acababa de salir de las costas de Inglaterra por orden del gobierno, navegando sin otro fin que el de hacer constar su fuerza. Por primera vez, viendo entre la bruma este desfile de dreadnoughts, que evocaban la imagen de un rebaño de monstruos marinos de la prehistoria, se dio cuenta exacta Desnoyers del poderío británico. El buque alemán pasó entre ellos empequeñecido, humillado, acelerando su marcha. «Cualquiera diría -pensó el joven-que tiene la conciencia inquieta y desea ponerse en salvo.» Cerca de él, un pasajero sudamericano bromeaba con un alemán. «¡Si la guerra se hubiese declarado ya entre ellos y ustedes!... ¡Si nos hiciesen prisioneros!»

Después de mediodía entraron en la rada de Southampton. El Friedrich August mostró prisa en salir cuanto antes. Las operaciones se hicieron con vertiginosa rapidez. La carga fue enorme: carga de personas y de equipajes. Dos vapores llenos abordaron al trasatlántico. Una avalancha de alemanes residentes en Inglaterra invadió las cubiertas con la alegría del que pisa suelo amigo, deseando verse cuanto antes en Hamburgo. Luego, el buque avanzó por el canal con una rapidez desusada en estos parajes.

La gente, asomada a las bordas, comentaba los extraordinarios encuentros en este bulevar marítimo, frecuentado ordinariamente por buques de paz. Unos humos en el horizonte eran los de la escuadra francesa llevando al presidente Poincaré, que volvía de Rusia. La alarma europea había interrumpido su viaje. Luego vieron más navíos ingleses que rondaban ante sus costas como perros agresivos y vigilantes. Dos acorazados de la América del Norte se dieron a conocer por sus mástiles en forma de cestos. Después pasó a todo vapor, con rumbo al Báltico, un navío ruso, blanco y lustroso desde las cofas a la línea de flotación. «¡Mal! -clamaban los viajeros procedentes de América-. ¡Muy mal! Parece que esta vez va la cosa en serio.» Y miraban con inquietud las costas cercanas a un lado y a otro. Ofrecían el aspecto de siempre, pero detrás de ellas se estaba preparando tal vez un nuevo período de Historia.

 
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de Vicente Blasco Ibáñez

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