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«Hablan de la guerra», volvió a repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y se halla por encima de las impresiones del vulgo.

Sabía a qué atenerse. Había desembarcado a las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era la de un hombre que viene de lejos, a través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan a las aglomeraciones humanas. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido a París, dejándolo a las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces «mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad, era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre, complaciente y activo que acompaña al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos e inventando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.

?¿Qué hay de la guerra? ?lo había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje?. Tú vienes de fuera y debes saber mucho.

Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos recuerdos, mientras el «secretario» paseaba por el estudio hablando de Serbia, de Rusia y del káiser. También este muchacho, escéptico para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restorán, en el café, en la calle, siempre la guerra... la posibilidad de una guerra con Alemania...

Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio?...

Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Sólo en Méjico blancos y mestizos se exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño mundo de pasajeros, de las más diversas nacionalidades, parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.

Una mañana, la música de a bordo, que hacía oír todos los domingos el Coral de Lutero, despertó a los durmientes de los camarotes de primera ciase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasillos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acabó por explicar el acontecimiento: «Catorce de Julio». En los vapores alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la bandera y del recuerdo histórico. La más insignificante República ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda a combatir la monotonía del viaje y sirve a los altos fines de la propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alemán; y mientras los músicos seguían paseando por los diversos pisos una Marsellesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso. «¡Qué finura! ?decían las damas sudamericanas?. Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atención... algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van a golpearse?...»

 
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de Vicente Blasco Ibáñez

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