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A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó con la misma asiduidad que antes a la hora del poker. La consejera se retiraba a su camarote más pronto que de costumbre. La proximidad de la línea equinoccial le proporcionaba un sueño irresistible, abandonando a su esposo, que seguía con los naipes en la mano. Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le permitían subir a la cubierta después de media noche. Con la precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía a sentarse junto al marido y sus camaradas. La partida había terminado, y un derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo servía para festejar el éxito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones germánicas, de la intimidad entre hombres, de las bromas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El consejero presidía con toda su grandeza estas diabluras de los amigos, sesudos negociantes de los puertos anseáticos que gozaban de grandes créditos en el Deutsche Bank o tenderos instalados en las repúblicas del Plata con una familia innumerable. El era un guerrero, un capitán, y al celebrar cada chiste lento con una risa que hinchaba su robusta cerviz, creía estar en el vivac entre sus compañeros de armas.

En honor de los sudamericanos que, cansados de pasear por la cubierta, entraban a oír lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con sonoras carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuentista apelaba a un recurso infalible para remediar su falta de éxito.

?A káiser le contaron este cuento, y cuando káiser lo oyó, káiser rió mucho.

No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!» con una carcajada espontánea, pero breve; una risa en tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto a la majestad.

Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin hilo trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vio a los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza: habían hecho destapar botellas de champán alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por los acontecimientos, se abstenía de bajar a su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.

?Es la guerra ?dijo con entusiasmo?, la guerra que llega... ¡Ya era hora!

Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!... ¿Qué guerra es esa?... Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor un radiograma dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de enviar un ultimátum a Serbia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atención del mundo, distrayéndolo de empresas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.

?No ?insistió ferozmente el alemán?; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendrá a Serbia, y nosotros apoyaremos a nuestra aliada... ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?...

 
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Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Vicente Blasco Ibáñez   Los cuatro jinetes del Apocalipsis
de Vicente Blasco Ibáñez

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