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El trasatlántico debía llegar a Boulogne a media noche, aguardando hasta el amanecer para que desembarcasen cómodamente los viajeros. Sin embargo, llegó a las diez, echó el ancla lejos del puerto y el comandante dio órdenes para que el desembarco se hiciese en menos de una hora. Para esto había acelerado la marcha, derrochando carbón. Necesitaba alejarse cuanto antes, en busca del refugio de Hamburgo. Por algo funcionaban los aparatos radiográficos.

A la luz de los focos azules, que esparcían sobre el mar una claridad lívida, empezó el transbordo de pasajeros y equipajes con destino a París desde el trasatlántico a los remolcadores. «¡Aprisa! ¡aprisa!» Los marineros empujaban a las señoras de paso tardo, que recontaban sus maletas creyendo haber perdido alguna. Los camareros cargaban con los niños como si fuesen paquetes. La precipitación general hacía desaparecer la exagerada y untuosa amabilidad germánica. «Son como lacayos ?pensó Desnoyers?. Creen próxima la hora del triunfo y no consideran necesario fingir...»

Se vio en un remolcador que danzaba sobre las ondulaciones del mar, frente al muro negro e inmóvil del trasatlántico, acribillado de redondeles luminosos y con los balconajes de las cubiertas repletos de gente que saludaba agitando pañuelos. Julio reconoció a Berta, que movía una mano, pero sin verle, sin saber en qué remolcador estaba, por una necesidad de manifestar su agradecimiento a los dulces recuerdos que se iban a perder en el misterio del mar y de la noche. «¡Adiós, consejera!»

Empezó a agrandarse la distancia entre el trasatlántico que partía y los remolcadores que navegaban hacia la boca del puerto. Como si hubiese aguardado este momento de impunidad, una voz estentórea surgió de la última cubierta con acompañamiento de ruidosas carcajadas. «¡Hasta luego! ¡Pronto nos veremos en París!» Y la banda de música, la misma banda que trece días antes había asombrado a Desnoyers con su inesperada Marsellesa, rompió a tocar una marcha guerrera del tiempo de Federico el Grande, una marcha de granaderos con acompañamiento de trompetas.

Así se perdió en la sombra, con la precipitación de la fuga y la insolencia de una venganza próxima, el último trasatlántico alemán que tocó en las costas francesas.

Esto había sido en la noche anterior. Aún no iban transcurridas veinticuatro horas, pero Desnoyers lo consideraba como un suceso lejano de vagorosa realidad. Su pensamiento, dispuesto siempre a la contradicción, no participaba de la alarma general. Las arrogancias del consejero le parecían ahora baladronadas de un burgués metido a soldado. Las inquietudes de la gente de París eran estremecimientos nerviosos de un pueblo que vive plácidamente y se alarma apenas vislumbra un peligro para su bienestar. ¡Tantas veces habían hablado de una guerra inmediata, solucionándose el conflicto en el último instante!... Además, él no quería que hubiese guerra, porque la guerra trastornaba sus planes de vida futura, y el hombre acepta como lógico y razonable todo lo que conviene a su egoísmo, colocándolo por encima de la realidad.

?No; no habrá guerra ?repitió mientras paseaba por el jardín?. Estas gentes parecen locas. ¿Cómo puede surgir una guerra en estos tiempos?...

Y después de aplastar sus dudas, que renacerían indudablemente al poco rato, pensó en la realidad del momento, consultando su reloj. Las cinco. Ella iba a llegar de un instante a otro. Creyó reconocerla de lejos en una señora que atravesaba la verja por la entrada de la rue Pasquier. Le parecía algo distinta, pero se le ocurrió que las modas veraniegas podían haber cambiado el aspecto de su persona. Antes de que se aproximase pudo convencerse de su error. No iba sola: otra señora se unió a ella. Eran tal vez inglesas o norteamericanas, de las que rinden un culto romántico a la memoria de María Antonieta. Deseaban visitar la Capilla Expiatoria, antigua tumba de la reina ejecutada. Julio las vio cómo subían los peldaños atravesando el patio interior, en cuyo suelo están enterrados ochocientos suizos muertos en la jornada del 10 de Agosto, con otras víctimas de la cólera revolucionaria.

Desalentado por esta decepción, siguió paseando. Su mal humor le hizo ver considerablemente agrandada la fealdad del monumento con que la restauración borbónica había adornado el antiguo cementerio de la Magdalena. Pasaba el tiempo sin que ella llegase. En cada una de sus vueltas miraba ávidamente hacia las entradas del jardín. Y ocurrió lo que en todas sus entrevistas. Ella se presentó de repente, como si cayese de lo alto o surgiera del suelo lo mismo que una aparición. Una tos, un leve ruido de pasos, y al volverse, Julio casi chocó con la que llegaba.

?¡Margarita! ¡Oh, Margarita!...

Era ella, y sin embargo tardó en reconocerla. Experimentaba cierta extrañeza al ver en plena realidad este rostro que había ocupado su imaginación durante tres meses, haciéndose cada vez más espiritual e impreciso con el idealismo de la ausencia. Pero la duda fue de breves instantes. A continuación le pareció que el tiempo y el espacio quedaban suprimidos, que él no había hecho ningún viaje y sólo iban transcurridas unas horas desde su última entrevista.

Adivinó Margarita la expansión que iba a seguir a las exclamaciones de Julio, el apretón vehemente de manos, tal vez algo más, y se mostró fría y serena.

 
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Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Vicente Blasco Ibáñez   Los cuatro jinetes del Apocalipsis
de Vicente Blasco Ibáñez

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