Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejase en
paz.
-Es la guerra -continuó el consejero-, la guerra preventiva que necesitamos.
Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de
paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida
a la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen
golpe. Hay que aprovechar la ocasión... ¡La guerra! ¡La guerra preventiva!
Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían sentir el contagio
de su entusiasmo. ¡La guerra!... Con la imaginación veían los negocios
paralizados, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando los créditos...
una catástrofe más pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero
aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declamaciones de
Erckmann. Era un Herr Rath, y además un oficial. Debía estar en el
secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en
silencio por el éxito de la guerra.
El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban borrachos. «Fíjese,
capitán -dijo con tono conciliador-, eso que usted dice tal vez carece de
lógica.» ¿Cómo podía convenir una guerra a la industriosa Alemania? Por momentos
iba ensanchando su acción: cada mes conquistaba un mercado nuevo; todos los años
su balance comercial aparecía aumentado en proporciones inauditas. Sesenta años
antes tenía que tripular sus escasos buques con los cocheros de Berlín
castigados por la policía. Ahora sus flotas comerciales y de guerra surcaban
todos los océanos, y no había puerto donde la mercancía germánica no ocupase la
parte más considerable de los muelles. Sólo necesitaba seguir viviendo de este
modo, mantenerse alejada de las aventuras guerreras. Veinte años más de paz, y
los alemanes serían los dueños de los mercados del mundo, venciendo a
Inglaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre. ¿Y todo esto iban a
exponerlo -como el que juega su fortuna entera a una carta- en una lucha que
podía serles desfavorable?...
-No; la guerra -insistió rabiosamente el consejero-, la guerra preventiva.
Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede continuar. Es mejor que terminemos
de una vez. ¡O ellos o nosotros! Alemania se siente con fuerzas para desafiar al
mundo. Debemos poner fin a la amenaza rusa. Y si Francia no se mantiene
quietecita, ¡peor para ella!... Y si alguien más... ¡alguien! se atreve a
intervenir en contra nuestra, ¡peor para él! Cuando yo monto en mis talleres una
máquina nueva, es para hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos el
primer ejército del mundo, y hay que ponerlo en movimiento para que no se
oxide.
Luego añadió con pesada ironía:
-Han establecido un círculo de hierro en torno de nosotros para ahogarnos.
Pero Alemania tiene los pechos robustos, y le basta hincharlos para romper el
corsé. Hay que despertar, antes de que nos veamos maniatados mientras dormimos.
¡Ay del que encontremos enfrente de nosotros!...
Desnoyers sintió la necesidad de contestar a estas arrogancias. El no había
visto nunca el círculo de hierro de que se quejaban los alemanes. Lo único que
hacían las naciones era no seguir viviendo confiadas e inactivas ante la
desmesurada ambición germánica. Se preparaban simplemente para defenderse de una
agresión casi segura. Querían sostener su dignidad, atropellada continuamente
por las más inauditas pretensiones.
-¿No serán los otros pueblos -preguntó- los que se ven obligados a
defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el mundo?...
Una mano invisible buscó la suya por debajo de la mesa, como algunas noches
antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad
que confiere el derecho adquirido.
-¡Oh, señor! -suspiró la dulce Berta-. ¡Decir esas cosas un joven tan
distinguido y que tiene...!
No pudo continuar, pues su esposo le cortó la palabra. Ya no estaban en los
mares de América, y el consejero se expresó con la rudeza de un dueño de
casa.