-Nosotros -continuó el consejero, mirando fijamente a Desnoyers como si
esperase de él una declaración solemne- deseamos vivir en buena amistad con
Francia.
El joven Julio aprobó con la cabeza, para no mostrarse desatento. Le parecía
muy bueno que las gentes no fuesen enemigas. Por él, podía afirmarse esta
amistad cuanto quisieran. Lo único que le interesaba en aquellos momentos era
cierta rodilla que buscaba la suya por debajo de la mesa, transmitiéndole su
dulce calor a través de un doble telón de sedas.
-Pero Francia -siguió quejumbrosamente el industrial- se muestra arisca con
nosotros. Hace años que nuestro emperador le tiende la mano con noble lealtad, y
ella finge no verla... Eso reconocerá usted que no es correcto.
Aquí Desnoyers creyó que debía decir algo, para que el orador no adivinase
sus verdaderas preocupaciones.
-Tal vez no hacen ustedes bastante. ¡Si ustedes devolviesen, ante todo, lo
que le quitaron!...
Se hizo un silencio de estupefacción, como si hubiese sonado en el buque la
señal de alarma. Algunos de los que se llevaban el cigarro a los labios quedaron
con la mano inmóvil a dos dedos de la boca, abriendo los ojos desmesuradamente.
Pero allí estaba el capitán de la landsturm para dar forma a su muda
protesta.
-¡Devolver! -dijo con una voz que parecía ensordecida por el repentino
hinchamiento de su cuello-. Nosotros no tenemos por qué devolver nada, ya que
nada hemos quitado. Lo que poseemos lo ganamos con nuestro heroísmo.
La oculta rodilla se hizo más insinuante, como si aconsejase prudencia al
joven con sus dulces frotamientos.
-No diga usted esas cosas -suspiró Berta-. Eso sólo lo dicen los republicanos
corrompidos de París. ¡Un joven tan distinguido, que ha estado en Berlín y tiene
parientes en Alemania!...
Pero Desnoyers ante toda afirmación hecha con tono altivo sentía un impulso
hereditario de agresividad, y dijo fríamente:
-Es como si yo le quitase a usted el reloj y luego le propusiera que fuésemos
amigos, olvidando lo ocurrido. Aunque usted pudiera olvidar, lo primero sería
que yo le devolviese el reloj.
Quiso responder tantas cosas a la vez el consejero Erckmann, que balbuceó,
saltando de una idea a otra: ¡Comparar la reconquista de Alsacia a un robo!...
¡Una tierra alemana!... La raza... la lengua... la historia...
-Pero ¿dónde consta su voluntad de ser alemana? -preguntó el joven sin perder
la calma-. ¿Cuándo han consultado ustedes su opinión?...
Quedó indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el insolente o
aplastarlo con su desprecio.
-Joven, usted no sabe lo que dice -afirmó al fin con majestad-. Usted es
argentino y no entiende las cosas de Europa.
Y los demás asintieron, despojándolo repentinamente de la ciudadanía que le
habían atribuido poco antes. El consejero, con una rudeza militar, le había
vuelto la espalda, y tomando la baraja, distribuía cartas. Se reanudó la
partida. Desnoyers, viéndose aislado por este menosprecio silencioso, sintió
deseos de interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla seguía
aconsejándole la calma y una mano no menos invisible buscó su diestra,
oprimiéndola dulcemente. Esto bastó para que recobrase la serenidad. La «señora
consejera» seguía con ojos fijos la marcha del juego. El miró también, y una
sonrisa maligna contrajo levemente los extremos de su boca, al mismo tiempo que
se decía mentalmente, a guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán!... No sabes lo
que te espera.»
En tierra firme no se habría acercado más a estos hombres; pero la vida en un
trasatlántico, con su inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día, el
consejero y sus amigos fueron en busca de él, extremando sus amabilidades para
borrar todo recuerdo enojoso. Era un joven «distinguido», pertenecía a una
familia rica, y todos ellos poseían en su país tiendas y otros negocios. De lo
único que cuidaron fue de no mencionar más su origen francés. Era argentino, y
todos a coro se interesaban por la grandeza de su nación y de todas las naciones
de la América del Sur, donde tenían corresponsales y empresas, exagerando su
importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos
y palabras de sus personajes políticos, dando a entender que en Alemania no
había quien no se preocupase de su porvenir, prediciendo a todas ellas una
gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo la
influencia germánica.