-¡Muy bien! -dijo a otros sudamericanos que ocupaban las mesas inmediatas-.
Hay que reconocer que han estado muy gentiles.
Luego, con la vehemencia de sus veintisiete años, acometió en el antecomedor
al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el único ciudadano de Francia que
iba a bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agradecimiento. La fiesta
terminaba mal por su culpa.
-¿Y por qué no ha hablado usted, que es hijo de francés? -dijo el otro.
-Yo soy ciudadano argentino -contestó Julio.
Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que «podía haber hablado»,
daba explicaciones a los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos
diplomáticos. Además, él «no tenía instrucciones de su gobierno». Y por unas
cuantas horas se creyó un hombre que había estado a punto de desempeñar un gran
papel en la Historia.
Desnoyers pasaba el resto de la noche en el fumadero, atraído por la
presencia de la «señora consejera». El capitán de la landsturm, avanzando
un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al poker con otros
compatriotas que le seguían en orden de dignidades y riquezas. Su compañera se
mantenía al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los
camareros cargados de bocks, sin atreverse a intervenir en este consumo
enorme de cerveza. Su preocupación era guardar un asiento vacío junto a ella
para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más «distinguido» de a
bordo porque tomaba champán en todas las comidas. Era de mediana estatura,
moreno, con un pie breve -que la obligaba a ella a recoger los suyos debajo de
las faldas-, y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo
lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres
que la rodeaban. Además vivía en París, en la ciudad que ella no había visto
nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios.
-¡Oh, París! ¡París! -decía abriendo los ojos y frunciendo los labios para
expresar su admiración cuando hablaba a solas con el argentino-. ¡Cómo me
gustaría ir a él!
Y para que le contase las cosas de París se permitía ciertas confidencias
sobre los placeres de Berlín, pero con ruborosa modestia, admitiendo por
adelantado que en el mundo hay más, mucho más, y que ella deseaba conocerlo.
Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expiatoria, se acordaba con
cierto remordimiento de la esposa del consejero Erckmann. ¡El, que había hecho
el viaje a América por una mujer, para reunir dinero y casarse con ella!... Pero
inmediatamente encontraba excusas a su conducta. Nadie iba a saber lo ocurrido.
Además, él no era un asceta, y Berta Erckmann representaba una amistad tentadora
en medio del mar. Al recordarla, veía imaginariamente un caballo de carreras
grande, enjuto, rabio y de largas zancas. Era una alemana a la moderna, que no
reconocía otro defecto a su país que la pesadez de sus mujeres, combatiendo en
su persona este peligro nacional con toda clase de métodos alimenticios. La
comida era para ella un tormento, y el desfile de los bocks en el
fumadero un suplicio tantalesco. La esbeltez conseguida y mantenida por esta
tensión de la voluntad dejaba más visible la robustez de su andamiaje, el fuerte
esqueleto, con mandíbulas poderosas y unos dientes grandes, sanos,
deslumbradores, que tal vez daban origen a la comparación irreverente de
Desnoyers. «Es delgada y sin embargo enorme», se decía al examinarla. Pero a
continuación la declaraba igualmente la mujer más distinguida de a bordo;
distinguida para el Océano, elegante a estilo de Munich, con vestidos de colores
indefinibles que hacían recordar el arte persa y las viñetas de los manuscritos
medioevales. El marido admiraba la elegancia de Berta, lamentando en secreto su
esterilidad casi como un delito de alta traición. La patria alemana era
grandiosa por la fecundidad de sus mujeres. El káiser, con sus hipérboles de
artista, había hecho constar que la verdadera belleza alemana debe tener el
talle a partir de un metro cincuenta.
Cuando entró Desnoyers en el fumadero para ocupar el asiento que le reservaba
la consejera, el marido y sus opulentos camaradas tenían la baraja inactiva
sobre el verde tapete. Herr Rath continuaba entre amigos su discurso, y
los oyentes se sacaban el cigarro de los labios para lanzar gruñidos de
aprobación. La presencia de Julio provocó una sonrisa de general amabilidad. Era
Francia que venía a fraternizar con ellos. Sabían que su padre era francés, y
esto bastaba para que lo acogiesen como si llegase en línea recta del palacio
del muelle de Orsay, representando a la más alta diplomacia de la República. El
afán de proselitismo hizo que todos ellos le concediesen de pronto una
importancia desmesurada.