Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como
si hubiesen crecido desmesuradamente ante la pública consideración. Eran tres
nada más: un joyero viejo que venía de visitar sus sucursales de América y dos
muchachas comisionistas de la rue de la Paix, las personas más modositas
y tímidas de a bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se
mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este ambiente poco grato.
Por la noche hubo banquete de gala. En el fondo del comedor, la bandera francesa
y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje. Todos los
pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus
escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran
revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cuchillo sobre un vaso, y se
hizo el silencio. El comandante iba a hablar. Y el bravo marino, que unía a sus
funciones náuticas la obligación de hacer arengas en los banquetes y abrir los
bailes con la dama de mayor respeto, empezó el desarrollo de un rosario de
palabras semejantes a frotamientos de tabletas, con largos intervalos de
vacilante silencio. Desnoyers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus
relaciones con los parientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas
palabras. El comandante repetía a cada momento «paz» y «amigos». Un vecino de
mesa, comisionista de comercio, se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad
del que vive de la propaganda.
-El comandante pide a Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y
espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.
Otro orador se levantó en la misma mesa que ocupaba el marino. Era el más
respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de Düsseldorf que venía
de visitar a sus corresponsales de América. Nunca lo designaban por su nombre.
Tenía el título de consejero de Comercio, y para sus compatriotas era Herr
Comerzienrath, así como su esposa se hacía dar el título de Frau
Rath. La «señora consejera», mucho más joven que su importante esposo, había
atraído desde el principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su
parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su título
desde la primera conversación. «Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una
duquesa de Versalles a un lindo abate sentado a sus pies. El marido también
protestó al oír que Desnoyers le llamaba «consejero» como sus compatriotas: «Mis
amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía de la landsturm.» Y el
gesto con que el industrial acompañó estas palabras revelaba la melancolía de un
hombre no comprendido, menospreciando los honores que goza para pensar
únicamente en los que no posee.
Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña cabeza y su
robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea.
Imaginariamente veía el alto y opresor cuello del uniforme haciendo surgir sobre
sus bordes un doble bullón de grasa roja. Los bigotes enhiestos y engomados
tomaban un avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las
palabras... Así debía lanzar el emperador sus arengas. Y el burgués belicoso,
con instintiva simulación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano en la
empuñadura de un sable invisible.
A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los oyentes alemanes
rieron estrepitosamente a las primeras palabras, como hombres que saben apreciar
el sacrificio de un Herr Comerzienrath cuando se digna divertir a una
reunión.
-Dice cosas muy graciosas de los franceses -apuntó el intérprete en voz
baja-. Pero no son ofensivas.
Julio había adivinado algo de esto al oír repetidas veces la palabra
franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía el orador:
«Franzosen, niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas
que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvidaban los rencores del
pasado!» Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba a su ironía,
una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el
buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista
parecía conmovido.
-Dice, señor -continuó-, que desea que Francia sea muy grande y que algún día
marchemos juntos contra otros enemigos... ¡contra otros!
Y guiñaba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de común
inteligencia que despertaba en todos esta alusión al misterioso enemigo.
Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia. «¡Hoc!»,
gritó como si mandase una evolución a sus soldados de la reserva. Por tres veces
dio el grito, y toda la masa germánica, puesta de pie, contestó con un
«¡Hoc!» semejante a un rugido, mientras la música, instalada en el
antecomedor, rompía a tocar la Marsellesa.
Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su espalda. Se
le humedecieron los ojos, y al beberse el champán creyó haber tragado algunas
lágrimas. El llevaba un nombre francés, tenía sangre francesa, y lo que hacían
aquellos gringos -que las más de las veces le parecían ridículos y
ordinarios- era digno de agradecimiento. ¡Los súbditos del káiser festejando la
gran fecha de la Revolución!... Creyó estar asistiendo a un gran suceso
histórico.