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Luego, Julio había hecho un viaje a Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros vientos helados de la pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de domicilio de un extremo a otro del planeta, he aquí que se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de barrio.

Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vio Julio al entrar fue un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por una mano infantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos, buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eran criadas de las casas próximas que hacían labores o charlaban, siguiendo con mirada indiferente los juegos violentos de los niños confiados a su vigilancia; burgueses del barrio que descendían al jardín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que les rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos a pago, servían de refugio a varias señoras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de París que esperaban a otros individuos de su familia para tomar el tren en la Gare Saint-Lazare... Y Julio había propuesto en una carta neumática el encontrarse como en otros tiempos en este lugar, por considerarlo poco frecuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, después de pasar unos minutos en el Printemps o las Galerías con pretexto de hacer compras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin riesgo a ser vista por alguno de sus numerosos conocimientos...

Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada -la del movimiento en un vasto espacio- al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la pista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas a un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y venidas no despertaban la curiosidad de las gentes sentadas en el paseo. Una preocupación común parecía abarcar a todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en la mano veían aproximarse a los vecinos con sonrisa de interrogación. Habían desaparecido de golpe la desconfianza y el recelo que impulsan a los habitantes de las grandes ciudades a ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen enemigos.

«Hablan de la guerra -se dijo Desnoyers-. Todo París sólo habla a estas horas de la posibilidad de la guerra.»

Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad, que hacía a las gentes fraternales e igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeúntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias o intentaba descifrar por encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del square, un corro de, trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en los otros días, pero a Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes hablaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo le miraban las mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse a ellas y entablar conversación, sin que experimentasen extrañeza.

 
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Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Vicente Blasco Ibáñez   Los cuatro jinetes del Apocalipsis
de Vicente Blasco Ibáñez

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