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-Vámonos -continuó-. ¡Si nos viesen juntos! Figúrate lo que hablarían... Y ahora precisamente que la gente nos tiene algo olvidados.

Desnoyers protestó con mal humor. ¿Marcharse?... París era pequeño para ellos por culpa de Margarita, que se negaba a volver al único sitio donde estarían al abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en un restorán, allí donde fuesen, corrían igual riesgo de ser conocidos. Ella sólo aceptaba entrevistas en lugares públicos, y al mismo tiempo sentía miedo a la curiosidad de la gente. ¡Si Margarita quisiera ir a su estudio, de tan dulces recuerdos!...

-No; a tu casa no -repuso ella con apresuramiento-. No puedo olvidar el último día que estuve allí.

Pero Julio insistió, adivinando en su firme negativa el agrietamiento de una primera vacilación. ¿Dónde estarían mejor? Además, ¿no iban a casarse tan pronto como les fuese posible?...

-Te digo que no -repitió ella-. ¡Quién sabe si mi marido me vigila! ¡Qué complicación para mi divorcio si nos sorprendiesen en tu casa!

Ahora fue él quien hizo el elogio del marido, esforzándose por demostrar que esta vigilancia era incompatible con su carácter. El ingeniero había aceptado los hechos, juzgándolos irreparables, y en aquel momento sólo pensaba en rehacer su vida.

-No; mejor es separarse -continuó ella-. Mañana nos veremos. Tú buscarás otro sitio más discreto. Piensa; tú encontrarás solución a todo.

Pero él deseaba la solución inmediata. Habían abandonado sus asientos, dirigiéndose lentamente hacia la rue des Mathurins. Julio hablaba con una elocuencia temblorosa y persuasiva. Mañana, no: ahora. No tenían mas que llamar a un «auto» de alquiler; unos minutos de carrera, y luego el aislamiento, el misterio, la vuelta al dulce pasado, la intimidad en aquel estudio que había visto sus mejores horas. Creerían que no había transcurrido el tiempo, que estaban aún en sus primeras entrevistas.

-No -dijo ella con acento desfallecido, buscando una última resistencia-. Además, estará allí tu secretario, ese español que te acompaña. ¡Qué vergüenza encontrarme con él!...

Julio rió... ¡Argensola! ¿Podía ser un obstáculo este camarada que conocía todo su pasado? Si lo encontraban en la casa, saldría inmediatamente. Más de una vez lo había obligado a abandonar el estudio para que no estorbase. Su discreción era tal, que le hacía presentir los sucesos. De seguro que había salido, adivinando una visita próxima que no podía ser más lógica. Andaría por las calles en busca de noticias.

Calló Margarita, como si se declarase vencida al ver agotados sus pretextos. Desnoyers calló también, aceptando favorablemente su silencio. Habían salido del jardín, y ella miraba en torno con inquietud, asustada de verse en plena calle al lado de su amante y buscando un refugio. De pronto vio ante ella una portezuela roja de automóvil abierta por la mano de su compañero.

 
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Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Vicente Blasco Ibáñez   Los cuatro jinetes del Apocalipsis
de Vicente Blasco Ibáñez

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