-El dinero es el dinero -dijo sentenciosamente-, y sin él no hay dicha
segura. Con tus cuatrocientos mil y lo que yo tengo podremos ir adelante... Te
advierto que mi marido desea entregar mi dote. Así lo ha dicho a mi hermano.
Pero el estado de sus negocios, la marcha de su fábrica, no le permiten
restituir con tanta prisa como él quisiera hacerlo. El pobre me da lástima...
Tan honrado y recto en todas sus cosas. ¡Si no fuese tan vulgar!...
Otra vez pareció arrepentirse Margarita de estos elogios espontáneos y
tardíos que enfriaban su entrevista. Julio parecía molesto al escucharlos. Y de
nuevo cambió ella el objeto de su charla.
-¿Y tu familia? ¿La has visto?...
Desnoyers había estado en casa de sus padres antes de dirigirse a la Capilla
Expiatoria. Una entrada furtiva en el gran edificio de la avenida Víctor Hago.
Había subido al primer piso por la escalera de servicio, como un proveedor.
Luego se había deslizado en la cocina lo mismo que un soldado amante de una de
las criadas. Allí había venido a abrazarle su madre, la pobre doña Luisa,
llorando, cubriéndolo de besos frenéticos, como si hubiese creído perderle para
siempre. Luego había aparecido Luisita, la llamada Chichí, que le contemplaba
siempre con simpática curiosidad, como si quisiera enterarse bien de cómo es un
hermano malo y adorable que aparta a las mujeres decentes del camino de la
virtud y vive haciendo locuras. A continuación, una gran sorpresa para
Desnoyers, pues vio entrar en la cocina, con aires de actriz solemne, de madre
noble de tragedia, a su tía Elena, la casada con el alemán, la que vivía en
Berlín rodeada de innumerables hijos.
-Está en París hace un mes. Va a pasar una temporada en nuestro castillo. Y
también parece que anda por aquí su hijo mayor, mi primo «el sabio», al que no
he visto hace años.
La entrevista había sido cortada repetidas veces por el miedo. «El viejo está
en casa; ten cuidado», le decía su madre cada vez que levantaba la voz. Y su tía
Elena iba hacia la puerta con paso dramático, lo mismo que una heroína resuelta
a dar de puñaladas al tirano si pasa el umbral de su cámara. Toda la familia
continuaba sometida a la rígida autoridad de don Marcelo Desnoyers.
-¡Ay, ese viejo! -exclamó Julio, refiriéndose a su padre-. Que viva muchos
años, pero ¡cómo pesa sobre todos nosotros!
Su madre, que no se cansaba de contemplarle, había tenido que acelerar el
final de la entrevista, asustada por ciertos ruidos. «Márchate; podría
sorprendernos, y el disgusto sería enorme.» Y él había huido de la casa paterna
saludado por las lágrimas de las dos señoras y las miradas admirativas de
Chichí, ruborosa y satisfecha a la vez de un hermano que provocaba entre sus
amigas escándalo y entusiasmo.
Margarita habló también del señor Desnoyers. Un viejo terrible, un hombre a
la antigua, con el que no llegarían nunca a entenderse.
Quedaron en silencio los dos, mirándose fijamente. Ya se habían dicho lo de
mayor urgencia, lo que interesaba a su porvenir. Pero otras cosas más inmediatas
quedaban en su interior y parecían asomar a los ojos, tímidas y vacilantes,
antes de escaparse en forma de palabras. No se atrevían a hablar como
enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el número de testigos. La
señora de los perros y la peluca roja pasaba con más frecuencia, acortando sus
vueltas por el square para saludarlos con una sonrisa de complicidad. El
lector de periódicos contaba ahora con un vecino de banco para hablar de las
posibilidades de la guerra. El jardín se convertía en una calle. Las
modistillas, al salir de los obradores, y las señoras, de vuelta de los
almacenes, lo atravesaban para ganar terreno. La corta avenida era un atajo cada
vez más frecuentado, y todos los transeúntes lanzaban al pasar una mirada
curiosa sobre la señora elegante y su compañero, sentados al amparo de un grupo
de vegetación, con el aspecto encogido y falsamente natural de las personas que
desean ocultarse y fingen al mismo tiempo una actitud despreocupada.
-¡Qué fastidio! -gimió Margarita-. Nos van a sorprender.
Una muchacha la miró fijamente, y ella creyó reconocer a una empleada de un
modisto célebre. Además, podían atravesar el jardín algunas de las personas
amigas que una hora antes había entrevisto en la muchedumbre que llenaba los
grandes almacenes próximos.