Margarita, repeliendo la mano audaz, habló tranquilamente de su existencia
durante los últimos meses.
-He entretenido mi vida como he podido, aburriéndome mucho. Ya sabes que me
fui a vivir con mamá, y mamá es una señora a la antigua, que no comprende
nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hecho visitas al abogado
para enterarme de la marcha de mi divorcio y darle prisa... Y nada más.
-¿Y tu marido?...
-No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lástima. Tan bueno... tan
correcto. El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me
dicen que no viene a París, que vive en su fábrica. Nuestra antigua casa está
cerrada. Hay veces que siento remordimiento al pensar que he sido mala con
él.
-¿Y yo? -dijo Julio retirando su mano.
-Tienes razón -contestó ella sonriendo-. Tú eres la vida. Resulta cruel, pero
es humano. Debemos vivir nuestra existencia, sin fijarnos en si molestamos a los
demás. Hay que ser egoístas para ser felices.
Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido había pasado entre ellos
como un soplo glacial. Julio fue el primero en reanimarse.
-¿Y no has bailado en todo este tiempo?
-No; ¿cómo era posible? Fíjate, ¡una señora que está en gestiones de
divorcio!... No he ido a ninguna reunión chic desde que te marchaste. He
querido guardar cierto luto por tu ausencia. Un día tangueamos en una fiesta de
familia. ¡Qué horror!... Faltabas tú, maestro.
Habían vuelto a estrecharse las manos y sonreían. Desfilaban ante sus ojos
los recuerdos de algunos meses antes, cuando se había iniciado su amor, de cinco
a siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Campos Elíseos que
realizaban la unión indisoluble del tango con la taza de té.
Ella pareció arrancarse de estos recuerdos a impulsos de una obsesión tenaz
que sólo había olvidado en los primeros instantes del encuentro.
-Tú que sabes mucho, di: ¿crees que habrá guerra? ¡La gente habla tanto!...
¿No te parece que todo acabará por arreglarse?
Desnoyers la apoyó con su optimismo. No creía en la posibilidad de una
guerra. Era algo absurdo.
-Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes. Yo he conocido alemanes,
personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igual que
nosotros. Un profesor viejo que va a casa explicaba ayer a mamá que las guerras
ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dos meses, apenas
quedarían hombres; a los tres, el mundo se vería sin dinero para continuar la
lucha. No recuerdo cómo era esto, pero él lo explicaba palpablemente, de un modo
que daba gusto oírle.
Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus recuerdos confusos; pero
asustada ante el esfuerzo que esto suponía, añadió por su cuenta:
-Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social paralizada. Se acabarían
las reuniones, los trajes, los teatros. Hasta es posible que no se inventasen
modas. Todas las mujeres de luto. ¿Concibes eso?... Y París desierto... ¡Tan
bonito que lo encontraba yo esta tarde cuando venía en tu busca!... No, no puede
ser. Figúrate que el mes próximo nos vamos a Vichy: mamá necesita las aguas;
luego a Biarritz. Después iré a un castillo del Loire. Y además, hay nuestro
asunto, mi divorcio, nuestro casamiento, que puede realizarse el año que
viene... ¡Y todo esto vendría a estorbarlo y cortarlo una guerra! No, no es
posible. Son cosas de mi hermano y de otros como él, que sueñan con el peligro
de Alemania. Estoy segura de que mi marido, que sólo gusta de ocuparse en cosas
serias y enojosas, también es de los que creen próxima la guerra y se preparan
para hacerla. ¡Qué disparate! Di conmigo que es un disparate. Necesito que tú me
lo digas.
Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambió el rumbo de la
conversación. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ella evocó en
su memoria el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No habían tenido tiempo
para escribirse durante la corta separación.
-¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he olvidado tantas cosas...
El habló adoptando el aire de un hombre experto en negocios. Traía menos de
lo que esperaba. Había encontrado al país en una de sus crisis periódicas. Pero
aun así, había conseguido reunir cuatrocientos mil francos. En la cartera
guardaba un cheque por esta cantidad. Más adelante le harían nuevos envíos. Un
señor del campo, algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita parecía
satisfecha. También adoptó ella un aire de mujer grave, a pesar de su
frivolidad.