-No; aquí no -dijo con un mohín de contrariedad-. ¡Qué idea habernos citado
en este sitio!
Fueron a sentarse en las sillas de hierro, al amparo de un grupo de plantas,
pero ella se levantó inmediatamente. Podían verla los que transitaban por el
bulevar con sólo que volviesen los ojos hacia el jardín. A estas horas, muchas
amigas suyas debían andar por las inmediaciones, a causa de la proximidad de los
grandes almacenes... Buscaron el refugio de una esquina del monumento,
metiéndose entre éste y la rue des Mathurins. Desnoyers colocó dos sillas
junto a un macizo de vegetación, y al sentarse quedaron invisibles para los que
transitaban por el otro lado de la verja. Pero ninguna soledad. A pocos pasos de
ellos un señor grueso y miope leía su periódico, un grupo de mujeres charlaba y
hacía labores. Una señora con peluca roja y dos perros -alguna vecina que bajaba
al jardín para dar aire a sus acompañantes- pasó varias veces ante la amorosa
pareja sonriendo discretamente.
-¡Qué fastidio! -gimió Margarita-. ¡Qué mala idea haber venido a este
lugar!
Se miraban los dos atentamente, como si quisieran darse exacta cuenta de las
transformaciones operadas por el tiempo.
-Estás más moreno -dijo ella-. Pareces un hombre de mar.
Julio la encontraba más hermosa que antes, reconociendo que bien valía su
posesión las contrariedades que habían originado su viaje a América. Era más
alta que él, de una esbeltez elegante y armoniosa. «Tiene el paso musical»,
decía Desnoyers al evocar su imagen. Y lo primero que admiró al volverla a ver
fue el ritmo suelto, juguetón y gracioso con que marchaba por el jardín buscando
nuevo asiento. Su rostro no era de trazos regulares, pero tenía una gracia
picante: un verdadero rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar las
artes del embellecimiento femenil se reunía en su persona, sometida a los más
exquisitos cuidados. Había vivido siempre para ella. Sólo desde algunos meses
antes abdicó en parte este dulce egoísmo, sacrificando reuniones, tés y visitas,
para dedicar a Desnoyers las horas de la tarde. Elegante y pintada como una
muñeca de gran precio, teniendo por suprema aspiración el ser un maniquí que
realzase con su gracia corporal las invenciones de los modistos, había acabado
por sentir las mismas preocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creándose
una vida interior. El núcleo de esta nueva vida, que permanecía oculta bajo su
antigua frivolidad, fue Desnoyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado
su existencia definitivamente -las satisfacciones de la elegancia para el mundo
y las dichas del amor en íntimo secreto-, una catástrofe fulminante, la
intervención del marido, cuya presencia parecía haber olvidado, trastornó su
inconsciente felicidad. Ella, que se creía el centro del universo, imaginando
que los sucesos debían rodar con arreglo a sus deseos y gustos, sufrió la cruel
sorpresa con más asombro que dolor.
-Y tú, ¿cómo me encuentras? -siguió diciendo Margarita.
Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró su amplia falda,
añadiendo:
-Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la falda entravé. Ahora
empieza a llevarse corta y con mucho vuelo.
Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como de
ella, mezclando las apreciaciones sobre la reciente moda y los elogios a la
belleza de Margarita.
-¿Has pensado mucho en mí? -continuó-. ¿No me has engañado una sola vez? ¿Ni
una siquiera?... Di la verdad: mira que yo conozco bien cuando mientes.
-Siempre he pensado en ti -dijo él llevándose una mano al corazón como si
jurase ante un juez.
Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en sus infidelidades
-que ahora estaban completamente olvidadas- le había acompañado el recuerdo de
Margarita.
-¡Pero hablemos de ti! -añadió Julio-. ¿Qué es lo que has hecho en este
tiempo?
Había aproximado su silla a la de ella todo lo posible. Sus rodillas estaban
en contacto. Tomaba una de sus manos, acariciándola, introduciendo un dedo por
la abertura del guante. ¡Aquel maldito jardín, que no permitía mayores
intimidades y les obligaba a hablar en voz baja después de tres meses de
ausencia!... A pesar de su discreción, el señor que leía el periódico levantó la
cabeza para mirarles irritado por encima de sus gafas, como si una mosca le
distrajera con sus zumbidos... ¡Venir a hablar tonterías de amor en un jardín
público, cuando toda Europa estaba amenazada de una catástrofe!