Enmantado por el eco de lejanas palabras y rostros perdidos en el
tiempo, mi cuerpo sigue avanzando por un amplio espacio en el cual mi juventud
transcurría horas y horas de sus largos días en compañía de amigos inseparables
y de los cuales ya no se nada.
¡Cuántos apasionados partidos de fútbol, cuantas charlas y
discusiones fervorosas hemos escrito en este oscuro silencio.!
Pero hay algo más que perturba fuertemente mi corazón, una imagen
que ha sobrevivido a la devastación de los años refugiándose en una pequeña foto
amarillenta y que ahora se expande en efluvios de melancolía bajo
la piadosa mirada del gigantesco cazador que lucha en las inmensas praderas
del cielo.
Una mañana perdida en la lejanía de mi niñez, calurosamente
iluminada por un esplendoroso sol que danzaba alegremente entre las risas y las
voces delicadas de un grupo de chiquillos que inconscientemente posaban frente a
una cámara fotográfica. Era mi curso de primaria y tú, Anzio, abrazabas
enternecida en la amorosa blancura de tu maternal belleza a tus pequeños hijos
que como cándidas flores se asomaban a la vida.