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Su amiga Victoria Colonna poseía esa dote, y a ella juntaba la agudeza y el brío de un prontísimo ingenio. Aunque las dos merecían calificativo de hermosas, no era posible imaginar dos bellezas más diferentes. Los ojos deslumbradores de Doña Elvira, su frecuente sonreir, debido quizás en gran parte a la íntima convicción de que, sonriente, era más bella todavía, la hacían por extremo atrayente; pero las formas grandiosas, verdaderamente romanas, de la hija de Fabricio Colonna, su rostro semejante a los imaginados por los escultores griegos para representar a las musas, un cierto rayo de luz divina que fulguraba en su frente, causaban un sentimiento de admiración y simpatía, que difícilmente se olvidan. Y para complementar ese gran poder supo luego vencerlo y consagrarlo al bien. |
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Ettore Fieramosca (tomo II)
de Máximo Diazeglio
ediciones elaleph.com
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