Viendo el duque que Gonzalo de Córdoba estaba pie a tierra, se apeó a su vez: uno y otro avanzaron unos cuantos pasos hasta encontrarse; y después de haberse estrechado las manos y saludádose cortésmente, el francés dijo que se había apresurado a llegar porque consideraba que hubiera sido gran villanía perturbar una tal fiesta, a la cual había sido invitado, retardando por su causa el feliz momento de abrazar un padre a su hija. Y que, conociendo que se iba a recibirla, pedía que se le hiciera a él y los suyos el alto honor de permitirles incorporarse al cortejo, ya que por mucho que la guerra los separase, era imposible que el Gran Capitán español creyera tan sólo un momento que él y todos los señores y soldados franceses no eran los primeros en reconocerte y admirar el talento, el valor y las altas virtudes que poseía.
Después de contestar Gonzalo con frases no menos lisonjeras, ambos jefes montaron a caballo; el duque de Nemours se colocó al lado de Gonzalo, y su séquito se confundió con el del Gran Capitán, cambiándose entre unos y otros caballeros aquellas fórmulas de cortesía en que los franceses de todas las épocas fueron siempre maestros.
A poco más de una milla de Barletta, la lucida comitiva se detuvo, viendo aparecer a lo lejos la línea de guerreros que escoltaban la litera de Doña Elvira.
Acompañábanla Victoria Colonna, hija de Fabricio, que fue luego esposa del marqués de Prescara y tanto se hizo notar por su fortaleza, por sus virtudes y por su talento.
Echando pie a tierra, Gonzalo corrió a abrazar a Doña Elvira, que a su vez había salido de la litera y estrechándola amoroso entre los brazos, repetía: «Hija de mi alma», colmándola de caricias, con la madura gravedad que correspondía a un hombre de su temple.
Héctor e Iñigo habían sido elegidos para servir de escuderos a la hija del Gran Capitán y, en cumplimiento de su cometido, se adelantaron llevando del diestro una hacanea para que en ella cabalgara la ilustre joven. El joven italiano puso rodilla en tierra y la joven, apoyando ligera el pie en la otra pierna de Fieramosca, montó con tanta soltura que no cabía más.
La pálida frente de Héctor se tiñó de ligero rubor cuando al acomodarse en la silla Doña Elvira le dio las gracias con un gesto y una mirada que bien de manifiesto, ponían que le parecía muy acertada la elección de aquel hermoso mozo para servirla de escudero.
La manera de ser de Doña Elvira (quizás por consecuencia de la extraordinaria ternura de su padre) no tenía por fundamento la madurez y el buen sentido que hubieran sido de desear en una joven de veinte años. La fogosidad de su corazón y la vivacidad de su fantasía no eran siempre reguladas por el recto juicio, tan raro en los mozos y en las jóvenes, y que, no obstante, es, después de la virtud, la más preciada joya del alma.