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Cuando en el reloj de la torre sonaron las catorce, apareció en lo alto de la escalera el Gran Capitán, rodeado de todos los jefes del ejército. Con la riqueza de su atavío y lo lucido de su séquito había querido patentizar la alegría que le rebosaba en el pecho mientras esperaba ver a su hija, quien, según anuncio de un correo llegado hacía pocos momentos, quedaba, cuando él partió, a menos de tres millas de la ciudad.

Sobre un coleto de tela de hilillos de oro, traía un ferreruelo de terciopelo color de violeta fuerte forrado de pieles de marta cebellina que hacía juego con el birrete que cubría su cabeza, adornado con un broche de esmeraldas que sujetaba un penacho, largo poco más de un palmo, formado de perlas finas enfiladas en finísimos alambres de acero, el cual penacho caía sobre un lado y ondeaba como si fuera de plumas.

La espada y la daga, con vainas de terciopelo igual al del ferreruelo, deslumbraban por el brillo de la pedrería que en las empuñaduras llevaban engastada: y también era de piedras finas la cruz de Santiago que ostentaba al costado izquierdo, sobre el corazón.

Esperaba al pie de la escalera una hermosa mula blanca, traída de Cataluña, enjaezada con una gualdrapa de seda color violeta tornasolado bordada de oro, cuyos largos flecos casi llegaban al suelo.

Jinete en su mula, el Gran Capitán, todos los guerreros y escuderos del séquito le siguieron para salir al encuentro de doña Elvira.

Próspero y Fabricio Colonna, con vestimenta igual, de seda color amaranto bordada de plata, cabalgaban a ambos lados de Gonzalo luciendo dos soberbios caballos turcos, los más hermosos que desde hacía muchos años se habían visto en Italia. Los dos primos, en la flor de la edad, firmes en los arzones forrados de terciopelo, refrenaban y dominaban los nerviosos movimientos de sus corceles con tanta soltura y elegancia, que bien se conocía eran soldados de primer orden y los mejores y más bravos condottieros que contaba el ejército.

En el grupo que seguía al Gran Capitán se destacaban por su aspecto preocupado y su cuerpo robustísimo, Pedro Navarro, hombre de ciencia y de guerra, inventor de las minas usadas con éxito tan lisonjero en la defensa de Castel dell'Uovo; por sus formas hercúleas, Diego García de Paredes, Hércules de aquellos tiempos, el cual, no teniendo costumbre de vestirse nunca más que de hierro, y careciendo de traje de corte, había reducido la ostentación de galas a llevar el arnés mejor acicalado que de ordinario y montar el más poderoso y bronco de sus caballos de guerra, un potro calabrés, negro como azabache, de gran alzada, musculoso y tan salvaje -hacía pocas semanas había sido tomado a lazo y encerrado en su caballeriza,- que sólo Paredes podía ser capaz de tenerlo a raya, asombrado el animal de tanto ruido y tanto objeto extraño para él, bufando y echando espuma por la boca como un león. Pero la estatura del caballero, el peso de la armadura con ayuda de un freno -cuyas camas no tenían menos de medio codo de largas, y tan duro, que le ensangrentaba la boca- lo dominaban de suerte que, después de haber intentado librarse del jinete dando tremendos botes que no lograron sacarle de los ararzones, se entregó y caminaba sumiso reconociéndose menos fuerte que su amo, el cual se reía de sus vanos esfuerzos.

 
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