Mezclada con los caudillos españoles, iba la flor y nata de la Juventud italiana: Héctor Fieramosca, cabalgando entre sus mejores amigos, Iñigo López de Ayala y Brancaleone, lucía una capa de raso azul, bordada de plata por Ginebra y Zoraida; tenía fama de ser el primero en el ejército manejando un caballo, y el que montaba, de color perla con cabos negros, regalo de Próspero Colonna, lo tenía tan admirablemente adiestrado, que no parecía sino que sin necesidad de freno ni espuelas, entendía, y ejecutaba con gusto los deseos de su dueño.
Tenía Fieramosca el privilegio de que su figura se destacara siempre entre los primeros, dondequiera que se encontrase. De formas esculturales, vestido de blanco, muy ceñidas las calzas, que no le hacían una arruga, estaba tan hermoso que al cruzar la cabalgata por las calles las miradas todas se fijaban en él con grata admiración; y él, que bien se daba cuenta de este triunfo, en lo íntimo se ruborizaba al sorprenderse a sí mismo animado de un sentimiento que apenas se quiere perdonar tratándose del otro sexo.
Detrás venían los escuderos y servidores de los jefes, y, según la moda de entonces, que consistía en que cada señor tuviera a su servicio hombres de otras naciones, tanto más apreciados cuanto más exóticos, formaban en aquel grupo spahis turcos, con sus pequeñas corazas de escamas de acero, alfanjes y cimitarras; mozos granadinos, armados de azagayas moriscas; arqueros tártaros -y tales eran dos palafreneros de Próspero Colonna ricamente vestidos de colores chillones, con arco y carcaj adornados de plata;- negros traídos del alto Egipto, que llevaban larguísimos dardos en las manos. Y los curiosos tipos de todos aquellos extranjeros procedentes de tan diversos países, contrastando con los rostros y el indumento de los criados europeos, formaban un conjunto tanto más bello cuanto mayor era la variedad de los detalles.
La salida de Gonzalo fue saludada por todas las piezas de artillería que había en la fortaleza y por el alegre son de las campanas de la iglesia, echadas a vuelo, que se mezclaba con el ronco sonido regular de las trompas guerreras y el resonar de numerosas bandas de músicos que tañían diversos instrumentos, produciendo una combinación que, si no era armoniosa, estaba en perfecta conformidad con la marcial alegría que animaba al ejército.
En esto, llególe a Gonzalo aviso de que el duque de Nemours, con sus barones, había entrado ya en Barletta, y el Gran Capitán dio las órdenes que eran del caso: la comitiva se detuvo; un grupo de caballeros españoles marchó al encuentro del caudillo francés, y pocos momentos habían transcurrido cuando éste apareció seguido de los suyos y rodeado de los ricos homes que en representación del español habían ido a recibirle.