Aquel relato lleno de interrupciones, casi incoherente, expresión de hondas pesadumbres en el delirio de la fiebre, no fue comprensible para él más que en cierta medida muy corta. La idea que de él le quedó fija y definida fue que tenía la obligación de vengarse de César Borgia por múltiples injurias hechas a su madre, pero especialísimamente porque, debido a la barbarie de aquel hombre, se veía como estaba.
En el ánimo del esbirro del Valentino las mismas revelaciones causaron diferentes efectos. Quien le hubiese podido ver en aquellos momentos habría creído que cada palabra le quitaba un poco de vida, de tal suerte se le demudaba el semblante. Cuando la mujer exhaló el último aliento, poco le faltó para desplomarse a su vez.
Tambaleándose bajo la escalera, con mano convulsa cortó las cuerdas que sujetaban los brazos de Pietraccio, fijó los ojos en la cadena que su madre le había puesto al cuello, y le dijo:
-Ahora vendrán a verte un caballero y una mujer. Quieren darte libertad, pero de modo que no parezca que tu fuga ha sido protegida por ellos. No pierdas un instante; cuando veas que están ocupados en procurar volver en sí a esa mujer (y le señaló el cadáver de su madre), escapa y procura que no te detengan: ten presente que estás condenado ya a perder la cabeza.
Dichas estas palabras con grande apresuramiento, como si tuviese fuego bajo los pies, dirigió una rapidísima mirada al cuerpo de la muerta, puso en manos de Pietraccio su propio puñal, ganó de un salto la escalera y, rápido como un relámpago, subió al aposento del condestable.
En oportunidad, sabrá el lector hasta qué punto era natural que el relato de la madre de Pietraccio impresionara tanto a un bribón del fuste de don Miguel.
Acaso el lector dirá: ¿Pero es que nunca vamos a ver acabadas estas tristes historias de asesinos, traidores, calabozos y demonios encadenados?
Si nosotros hemos adivinado su pensamiento, el lector habrá de perdonarnos si le decimos que él, en cambio, no adivinó el nuestro; porque precisamente en este momento estábamos en punto de mandar al diablo a don Miguel, a Pietraccio y a Martín (que, sea dicho en confianza, empezaban a fastidiarnos también a nosotros), y rogarle que nos siguiera hasta la fortaleza de Barletta, que hallaremos muy cambiada de como la vimos cuando en ella penetramos no hace mucho, en pos de don Miguel.
El patio y las galerías estaban adornadas de colgaduras de seda de todos colores y guirnaldas de laureles formando festones y cifras alegóricas, y todos los estandartes del ejército ondeaban en los balcones y ventanas del edificio. Una verdadera multitud de obreros, mezclada de curiosos, se agitaba por doquier, y aquellos se afanaban por terminar el trabajo que les había sido encomendado. Soldados, operarios, sirvientes, iban y venían cargados de muebles, escaleras, adornos y mil diversos utensilios para surtir la mesa del comedor y adornar el teatro. Entraban sin cesar hombres que llevaban montones de víveres, frutas, vinos, caza, con los cuales los principales vecinos de la ciudad y los jefes del ejército obsequiaban a porfía al Gran Capitán de España. Era un ir y venir, un hablar sin fin, un movimiento indescriptible.