Y alzando con dificultad las apagadas pupilas a la bóveda, profirió tales blasfemias, que habrían hecho erizar el cabello a cualquiera que no fuese Pietraccio.
-Y, sin embargo -prosiguió luego trocando la desesperación furiosa por otra más dolorosa todavía, -sin embargo, ¡también yo había esperado ser perdonada... cuando cantaba con las demás monjas!... ¡Ah, maldita la hora en que pisé aquellos umbrales!... Pero, ¿a qué lamentarme?... Yo pertenecía ya al diablo antes de nacer... traté de huir de él... y he aquí en qué ha parado mi esfuerzo...
Alzó los ojos al cielo con una expresión que no es posible describir, y, apretados los dientes, crispadas las manos, horriblemente contraídos todos los músculos de la cara, rugió:
-¿Estás contento?...
Luego, volviendo la mirada a su hijo, exclamó:
-Pero si puedes salir de aquí... si eres hombre... el que ha causado tu ruina y la mía arderá conmigo en el infierno eternamente... si es verdad lo que dicen los sacerdotes... Aquella noche, en Roma, ¿te acuerdas?, yo te puse al lado de Torsanguigna para que mataras a aquel caballero... ¡loco! gritaste antes de dar el golpe... y te prendieron... y te mutilaron como estás ahora... Era César Borgia... Cuando era estudiante en Pisa, yo estaba en el convento; se enamoró de mí y me volví loca por él... ¿Sabía, acaso, quién era? Una noche vino a mí... Yo tenía una hijita de siete años... se despertó... dormía en un cuartito inmediato... lo vio escalando la ventana... y se puso a gritar... ¡ay si se hubiera descubierto su aventura! ¡era obispo de Pamplona hacía muy poco tiempo!... le puso las almohadas sobre la cabeza y encima de ellas... con las rodillas... ¡Monstruo!... Yo me desmayé... ¡Júrame por el infierno... por mi muerte... que lo matarás... haz siquiera una seña con la cabeza de que lo juras!...
El asesino, con las pupilas horriblemente dilatadas, fijas en el semblante de su madre, sacudió la cabeza dando a entender que juraba, y ella, quitándose un medallón que pendiente de una cadena de oro llevaba al cuello, debajo de la camisa, añadió:
-Y cuando le hayas partido el corazón, dile: «Mira esta cadena»... y pónsela delante de los ojos... «te la devuelve mi madre.» Aún no he acabado... me queda un momento todavía... Cuando volví en mí, estaba acostada en el lecho y... ¡ay, no puedo decirlo!... al lado, mi pobre Inés... ¡Ah, cómo era bella... y ahora estás en el Cielo!... y yo, yo, ¿por qué he de ir al infierno?...
Esta última frase acabó en un aullido que hizo retemblar la bóveda. Estaba muerta...
Pietraccio no se conmovió apenas. Con mirada estúpida, siguió los movimientos convulsivos de su madre agonizante, y luego que la vio muerta, se acurrucó en el rincón más apartado, como una fiera enjaulada que, viendo el cadáver de un individuo de su especie, experimenta instintiva repulsión y huye de él.